lunes, 14 de marzo de 2022

Elden Ring: La devoción del indómito semidiós

 

 


Varios hombres sentados sobre una gran hoguera discutían acaloradamente sobre qué hacer con un miembro de la tribu, el Niño Ahogado, hijo de la repudiada Lenah y del general Loux. Un huérfano cuya madre había intentado asesinar estrangulándole cuando se enteró de la muerte de su esposo en la eterna guerra contra la tribu Ahrka, pues no podía soportar la carga de vivir sin Loux a su lado y no podía dejar a su bebé allí solo.
Un hombre de la tribu fue testigo de tal inhumano acto y decapitó a la mujer sin que esta pudiese finalizar su tarea. El bebé fue acogido por aquel hombre que le salvó, Drunnax.
Los Sherd, que es así como es conocida la tribu de ese muchacho, fueron permisivos con el fuerte carácter del Niño Ahogado, que no dudaba en meterse en problemas ni en rebelarse a los sabios de la tribu o enfrentarse a sus iguales.
Drunnax no era tampoco severo con él, pues sentía lástima por el crío. Todo esto, unido a que por su sangre corría la sangre del general Loux, hacía de Hoarah un joven peligroso, tan duro como impredecible.
Las cosas empeoraron cuando Drunnax fue herido en batalla y murió por la herida infectada días después de recibirla, entre los brazos del entristecido y furioso Hoarah.
Hoarah ya no tenía a nadie, todo se lo habían arrebatado. Ya solo le quedaba una furia incontrolable que no podía dirigir hacia nada, pues todavía se le consideraba joven para ir a la guerra, ya que solo tenía 15 años.
Esa furia incontrolable y sin ningún objetivo sobre el que descargarse estalló la tarde en la que un joven de su edad le despreció por ser un huérfano denostado por su madre y por maldecir a todo aquel que se le acercaba.
Desde luego, ese muchacho hizo mal en acercarse a él, pues Hoarah se abalanzó contra el joven, le agarró por el cuello, le estampó contra el suelo y le propinó una serie de contundentes puñetazos contra el rostro hasta que este era solo una masa sanguinolenta irreconocible.
Hoarah se irguió lentamente sobre el cadáver de aquel que le había molestado. Lo hacía chorreando sangre propia y ajena de sus puños en carne viva y contemplando a todos los que observaban sin intervenir. Su respiración era entrecortada y tenía el ceño profundamente fruncido. Finalmente, rugió como un gran león mientras pisaba el cadáver de su víctima.
En la reunión nocturna estaban decidiendo qué hacer con Hoarah, si desterrarle, ejecutarle, perdonarle, o darle una oportunidad de redención. Y esa última fue la que se decidió; le darían a Hoarah Loux una motivación y un objetivo sobre el que focalizar su ira y su fuerza.
Aunque era joven, se le permitió ir a la guerra y participar en la próxima batalla contra los Ahrka. Hoarah por primera vez sintió plenitud y dejó asomar una sonrisa en su cara. Tendría la oportunidad de vengar a su honorable padre, el general Loux, y al que actuó como tal, Drunnax.
Hoaraha Loux luchó con la valentía de su padre y la fiereza que le caracterizaba. Y esa solo fue la primera de muchas batallas. Cuando se convirtió en un hombre adulto y los años pesaban tanto como su arma, se convirtió en una auténtica bestia que arrasaba en el campo de batalla destrozando con su hacha a todos sus enemigos mientras no dejaba de gritar. Algunos miembros de la tribu supervivientes de aquellas batallas que le vieron en acción aseguraban que en pleno frenesí son varias las veces que ha soltado su arma lanzándola contra varios enemigos a los que atravesaba simultáneamente para luego continuar combatiendo tan solo con sus puños: rompiendo huesos, desgarrando músculos, arrancando extremidades e incluso algunos juran que abriendo las tripas de los Ahrka con sus propias manos para devorarlas después. Hoarah estaba loco, pero era un poderoso aliado.
Y esto no solo lo pensaron los Sherd.


Una mañana en la que Hoarah limpiaba su gran hacha salpicada de sangre por los enemigos pulverizados con ella la noche anterior, una mujer de cabello dorado descendió del cielo azul que cubría el yermo situado al este de las Tierras Intermedias.
Todos la observaron, algunos petrificados con la boca entreabierta, otros poniendo en ristre sus armas e incluso hubo quienes prefirieron ocultarse de ella en sus tiendas para evitar sentir el poder de aquel ser que, desde luego, no era humano.
—Nada de mí debéis de temer, jóvenes guerreros —La mujer aterrizó con sus pies descalzos en la tierra con extrema suavidad—. Ha llegado a mis oídos que en estas tierras de pugnas tribales habita un gran guerrero, temido y admirado a partes iguales.
—¡¿Quién coño, eres!? —gritó uno de los que habían preparado su arma—. ¿Qué es lo que quieres de nuestro campeón?
—Seré vuestra reina, la reina de todo, la respetada reina Márika. Y lo mínimo que espero de vosotros, seres ignorantes, pero bizarros y aguerridos, es el mismo respeto, pues conquistaré estas tierras para gobernaros siguiendo la gracia de la Gran Voluntad. —La reina miró a todos los allí presentes con dureza, pero con calma.
—Si me quieres tendrás que demostrar que eres digna. Reina o no, eso a mí me da igual si puedo arrancarte la cabeza con mis propias manos. —Había intervenido el campeón al que Márika buscaba, el capitán Hoarah Loux.
Márika sonrió levemente y miró fijamente al capitán.
—Eres tan valiente como osado, Hoarah Loux. Adelante, si comprobar mi poder es lo que quieres, te dejaré al menos acariciarlo —dijo tranquila la reina.
—¿Acariciarlo? No me subestimes, mujer, o lo lamentarás.
Hoarah se lanzó contra Márika gritando como una bestia y alzando su hacha a medio limpiar, con una parte brillante ante los rayos de sol y otra recubierta de sangre seca.
Sin apenas inmutarse, Márika detuvo el arma alzando un brazo y generando una especie de lanza de una refulgente luz amarilla contra la que el hacha de Hoarah impactó, deteniéndose en seco como si hubiese topado con el material más duro de todos los reinos.
—Estás desperdiciando tu gran fuerza conmigo, cuando la puedes enfocar contra mis enemigos. —Márika no parecía tener que esforzarse para mantener a raya al capitán de los Sherd.
—Sí tan poderosa eres, ¿por qué no exterminas tú a tus enemigos y me necesitas a mí?  —El esfuerzo inmenso de Loux contrastaba con la tranquilidad regia que desprendía Márika.
—Oh, mi ignorante Hoarah, toda reina necesita un campeón que se ocupe de las tareas más terrenales mientras ella se encarga de menesteres más nobles y elevados. —Márika se quitó de encima a Hoarah y su hacha con otro ligero movimiento de brazo— Y tú eres el más apto para las tareas que tendré que encomendarte.
—¡Todavía no he dicho que sí! —Tras el grito, el capitán Loux no se molestó en recuperar su hacha del suelo, se golpeó el pecho y corrió hacia Márika acribillándola a puñetazos, que ella esquivaba o detenía sin dificultad, hasta que lanzó pequeños proyectiles de energía contra el robusto y sudoroso cuerpo de Hoarah, al que no consiguió aplacar.
—Eres insistente, fuerte, obstinado y resistente. Me gustas, ignorante Hoarah.
—¡Deja de llamarme ignorante! —Exigía mientras no cesaba en su intento de golpear a Márika.
La reina aprisionó con sus manos las grandes muñecas de aquel guerrero tribal y le hizo sentir por todo su cuerpo una pequeña parte de su poder.
Hoarah rugió, nadie pudo decir si de dolor, de frustración o ambas. Lo que sí pueden decir los que estuvieron allí presentes es que, cuando Márika le soltó, Hoarah se arrodilló y, allí mismo, juró lealtad eterna a su reina y la de todos: la reina Márika.
—Bien, ya no tan ignorante Hoarah. Hoy es el primer día de tu nueva vida. Serás mucho más que un guerrero salvaje con sed de sangre, ahora serás mi guerrero. Bravo y temido, pero ya no salvaje, ya no descontrolado. El león gris Sherosh se alimentará de tu rabia y, con ello, sellará una pequeña parte de tu ser. Pero no has de preocuparte por tu poder, pues yo te concederé más del que ya tienes.
Acometerás complicadas misiones, conquistarás y obedecerás mis designios, pero lo harás desde la racionalidad.
—Sí, mi señora —respondió Hoarah agachando la cabeza.
—Desde hoy, atrás queda tu vida como parte de la tribu Sherd, a partir de este mismo momento tu nombre no será más Hoarah Loux, sino Godfrey, Señor de Elden.
—Así será si es lo que deseáis, mi reina.
—Así será pues, Godfrey.
Y tras estas palabras, Márika se llevó al antaño conocido como Hoarah ante los ojos de los Sherd, que aquel día perdieron a su campeón y, con el tiempo, perderían la guerra.

Godfrey contempló junto a Márika lugares que jamás había soñado visitar, como Liurna o la meseta de Altus. Allí descansaba el Gran Árbol Áureo que podían ver desde Caelid. Un árbol que dotaba de un poder incomprensible hasta hacía no tanto para Godfrey, un poder divino que poseía también Márika y que le había sido otorgado a él con lo que llamaban una Gran Runa, conectada a su alma.
Sentía en sus entrañas el poder del Círculo de Elden, vinculado al árbol y a la propia Márika, que ardía en su interior y le hacía sentir inmortal, como un semidiós.
Junto al Gran Árbol Áureo descansaba la ciudad de Leyndell, capital del reino. Desde allí acometerían una campaña bélica sin precedentes en las Tierras Intermedias para conquistar cada reino y arrebatarles sus tierras a los que allí habitaban antes y que La Gran Voluntad quería muertos: los dragones y los gigantes.
Godfrey capitaneó los ejércitos de Márika y se bañó en la sangre de todos aquellos que se oponían al reinado de su señora. Miró cara a cara a los dragones que dominaban los diferentes reinos y exterminó a cientos de ellos. El león Sherosh aterrorizaba a aquellos que lo contemplaban, pero los dragones no se dejaban amedrentar por una criatura así, lo cual no les aseguraba librarse de una muerte despiadada a la que eran arrojados por la afilada hacha de Godfrey, que llegó a combatir sobre los lomos de una de esas bestias aladas escupe fuego, acabando con su vida en el aire y aterrizando sobre su cadáver, que cayó  sobre el pantano de Liurnia.
Los dragones no fueron extintos, pero sí comenzaron a retirarse y a abandonar la batalla. Muchos se exiliaron al norte de Caelid, otros tantos, los más poderosos y, por lo tanto, a los que más hirieron su orgullo draconiano, se refugiaron en el reino celestial de Farum Azula, donde residía el gran dragón de dos cabezas Placidusax, al que Godfrey nunca tuvo posibilidad de enfrentarse.
Placidusax decidió no enfrentarse a la deidad que había encomendado la misión a Márika de hacerse con el control de las Tierras Intermedias, y solo combatiría con su fuego amarillo y sus escarlatas rayos si algún incauto decidiese penetrar su reino flotante y profanar su descanso.
Pero la campaña militar de Márika no había concluido.
A pesar de que los dragones restantes ya no eran una molestia, sí lo eran los gigantes, que contaban con la guía de su propio dios, ajeno a la gran voluntad y el poder del Círculo de Elden y dispuesto a mantener su control sobre esas tierras usando a los gigantes como campeones y marionetas, otorgándoles el poder del fuego que él regentaba.
Pero si los gigantes tenían a ese misterioso dios de fuego cuyo nombre desconocían, Márika tenía a Godfrey, y él el poder de la Gran Voluntad, su Gran Runa y el Círculo de Elden.
El día que Márika se presentó ante Godfrey disgustada y hastiada de la resistencia gigante, Godfrey se conmovió y juró conseguir zanjar esto de una vez por todos para complacer a su amada.
Pues sí, Márika no solo había conseguido el respeto de Godfrey, también había acariciado su impetuoso corazón y había conseguido seducirle, lo que le aseguraba a Márika la fidelidad más absoluta por parte del Señor de Elden y una descendencia. De esa unión nacieron más semidioses que, algún día, gobernarían las diferentes regiones de las Tierras Intermedias. Ellos eran Godwyn, el más querido por Márika, Morgott y Mogh.
—Godfrey, mi querido Godfrey. Necesito tu fuerza, tu valor y tu inestimable fervor más que nunca. —Márika no rogaba, pero sí sabía que sus peticiones estuviesen envueltas de una irresistible dulzura.
—Lo que me pidáis, mi amada Márika, yo os lo concederé, vuestro soy. —A pesar de ser su esposa, no eran pocas las veces que Godfrey se arrodillaba ante la reina, como si fuera un súbdito más.
—Sé que puedo contar contigo una última vez, Godfrey. —Márika hizo que se levantara cogiendo con sus pequeñas manos su gran mano derecha.
—¿Última vez, mi señora? No, esta no será la última, será una más de tantas que vendrán, pues mi hacha siempre cumplirá tus designios, sean cuales sean. —Godfrey pronunció las palabras acariciando el filo de su enorme hacha.
—Oh, Godfrey es un deleite escucharte hablar así. No obstante, será la última, pues después de derrotar a los gigantes podremos descansar y gobernar en paz estas tierras bajo la sombra del Gran Árbol Áureo.
—Dime a dónde tengo que ir, y allí estaré capitaneando el ejército que pongas a mi disposición. —El tono de Godfrey ya no era calmado ni suave, sino brusco y ronco. Un atisbo del guerrero sediento de sangre que fue sellado por el león Sherosh asomaba en el brillo de sus ojos, cubiertos por la luz de Elden.
—Pondrás rumbo a los Picos de los Gigantes, al nordeste de Leyndell y el Gran Árbol Áureo, más allá de la meseta de Altus. —Márika señaló al horizonte, apuntando hacia el nordeste con su fino dedo. —Es una región fría, cubierta de nieve y envuelta en tormentas implacables, pero sé que tú, mi querido Señor de Elden, podrás con eso y más. —La reina pasó sus dedos suavemente por la barba blanca y los labios de su esposo.
—La guerra acabará con la sangre de esos gigantes de fuego salpicando la nieve que les rodea. Y después de eso, volveré triunfante y deseoso de yacer contigo cada noche, y engendrar una gran estirpe de semidioses que dominarán con la misma pasión que nosotros estos reinos cuando yo ya no esté, dentro de muchos siglos. —El rey Godfrey concluyó  su discurso  con un apasionado y un tanto brusco beso en la boca de Márika.
Mientras su rey se entregaba a ese beso como si fuera el último, ella abría los ojos y miraba el rostro de Godfrey sabiendo que, en efecto, ese sería el último beso que aquel que antaño fue un bárbaro le daría jamás.

Godfrey montó en su caballo con orgullo y un porte digno de un semidiós. El león Serosh asomaba de su espalda para observar a la multitud e imponer más respeto si cabe a los allí presentes mientras la puerta este de Leyndell se abría. Y así, con Márika observando la comitiva desde el Balcón de la Avenida, el ejército del Primer Señor de Elden partió. Y sí, el primero era porque Márika planeaba que pronto habría otro más de su gusto, y también de su sangre.
Pasaron junto al Gran Árbol Áureo y llegaron al Gran Elevador de Rold, construido para acceder con mayor facilidad a los Picos de los Gigantes, y ascendieron en grupos hasta llegar a lo alto de las montañas cubiertas de nieve.
Abarcaron todo el norte, tanto la parte oeste, cubierta por una tormenta casi continua, y la este, más tranquila pero habitada por más gigantes. Y Godfrey volvió a demostrar su fiereza temible e imparable. Al poco de llegar comenzó la masacre de gigantes.
Habían llevado grandes máquinas de guerra que usaron contra ellos, pero a pesar de que les superaban en número e iban bien armados, fueron muchos los que cayeron aplastados y devorados por esas bestias enormes de fuego azuzadas por un dios que se negaba a perder lo que, al igual que Márika, consideraba que era suyo.
Godfrey demostraba tanta piedad con los gigantes como con los dragones, ninguna. Se subía a sus cuerpos, se encaramaba a sus barbas y trenzas rojizas, les incrustaba el hacha en sus ojos, se montaba sobre sus cabezas y les conducía a acantilados. En batalla Godfrey estaba loco incluso con Serosh apropiándose de su ira más descarnada. Nadie quería imaginar cómo sería su furia sin la conexión con aquel león en su espalda que se dejaba ver en ocasiones para desconcertar a los enemigos.
Ya apenas quedaban gigantes, pero tampoco demasiados hombres de Márika. Algunos pedían la retirada, pues ya habían causado un gran daño y los gigantes no molestarían durante un tiempo. Pero Godfrey se negó a abandonar mientras quedara alguno vivo y siguió exterminando a los restantes, a pesar de que apenas le quedaban hombres que le siguieran. No le importaba tardar más en realizar tal ardua tarea.
Exhaustos, Godfrey y sus escasos hombres supervivientes se arrastraban por la nieve cubierta de sangre en busca de algún gigante que intentara ocultarse. Al este encontraron un gran caldero en la lejanía custodiado por el gigante más temible en apariencia que habían visto. Estaba allí, sin moverse, como si su tarea fuese custodiar el caldero. Godfrey no se lo pensó, bramó al cielo y se acercó corriendo como podía entre la nieve. Tras escucharle y verle como un punto que se deslizaba por la nívea superficie de aquella montaña, el gigante hizo lo mismo y dio una gran zancada en su dirección para aplastarle con su arma.
Godfrey rodó evitando el golpe y se acercó a sus piernas. Clavó el hacha en su pie izquierdo y se agarró a su vello. El gigante rodó con gran agilidad levantando la nieve de su alrededor.
Los soldados de Godfrey, extenuados y congelados de frío, decidieron quedarse parados contemplando aquel apoteósico combate.
Godfrey no se había soltado a pesar de que el gigante había rodado. Se agarró con fuerza y, cuando el gigante se enderezó, siguió escalando por su cuerpo mientras propinaba golpes contra su carne con el hacha.
El gigante se quejaba e intentó aplastarle contra su propio cuerpo con la palma de la mano, pero Godfrey dirigió su arma contra la mano que se aproximaba y la clavo en la parte inferior, colgándose de ella mientras el hacha quedaba incrustada en sus músculos.
El gigante sacudió su mano intentando desenganchar el hacha y hacer que su enemigo cayese. El rey estaba en una situación comprometida, así que sus hombres al fin decidieron ayudar lanzando flechas al gigante con cuidado de no dar a su líder.
El gigante les vio y creó con su otra mano una bola de fuego que lanzó contra los soldados de Godfrey, abrasándolos vivos al momento. Ahora sí que solo quedaba el Señor de Elden en un uno a uno contra aquel gigante.
Desesperado, el gigante comenzó a crear una bola de fuego en su mano herida, lo que obligó a Godfrey a balancearse todavía sujeto al hacha encaramada en la palma de su enemigo y a soltarse del ella cuando comenzó a sentir el calor muy cerca. Con el impulso pudo dar un gran salto desde el mango de su hacha hasta el cuerpo del gigante, volviendo a sujetarse a su vello corporal, esta vez al del pecho. Tras ello, siguió escalando sabiendo que no le lanzaría la bola de fuego porque se daría a sí mismo con ella.
Tras lanzar la bola de fuego hacia los cadáveres abrasados de los soldados, el gigante volvió a intentar coger a Godfrey, que dio un gran salto y se metió entre los pelos de su barba.
Con gran rapidez llegó a la boca y después a los pelos de su nariz, esquivando los dedos del gigante, que fueron mordidos por el espíritu del león Sherosh desde la retaguardia del rey.
Finalmente, llegó al tabique nasal y se impulsó hacia su ojo, dispuesto a atravesarlo con todo su cuerpo para desestabilizar al gigante y que cayese al suelo herido. Pero justo cuando estaba a punto de penetrar su globo ocular el gigante le atrapó en el aire y le lanzó violentamente contra el manto blanco.
Godfrey gritó furioso en el pequeño cráter que se había formado y no tardó en levantarse para esquivar el pisotón que se aproximaba. El Señor de Elden estaba sangrando, para su vergüenza.
Tras esquivar los ataques del gigante de fuego  se aproximó a un acantilado que había tras él, no sin antes recuperar su hacha del suelo. También evitó con agilidad las bolas de fuego enormes que el gigante le lanzó y dejó que se aproximara corriendo. Solo tenía una oportunidad.
Godfrey esperó, esperó y esperó, mientras la tierra temblaba, la nieve se levantaba y todo su cuerpo vibraba, no solo como causa de los pisotones del gigante, también vibraba de emoción.
Esperó, esperó y esperó hasta que solo tuvo que esquivar el envite de aquel enorme ser mientras, con su hacha, tras un úñtimo esquive, golpeaba con gran fuerza el tobillo del gigante de fuego, que se desestabilizó intentando frenar y sintiendo un gran dolor, lo que provocó que cayera por el acantilado, haciendo temblar la tierra como nunca al aterrizar.
Godfrey no pudo ver cómo una roca afilada había atravesado la pierna del gigante, que quedaría para siempre dañada, igual que no pudo comprobar cómo todavía respiraba. Jamás supo que no sería él quien daría muerte al custodio del caldero que había derrotado.
Aun así volvió a Leyndell triunfante. O eso creyó él por un momento. Retornó solo, agotado, herido y humillado. Y, lo que es peor, no recibió vítores, ni felicitaciones, ni aclamaciones… nada. La capital estaba como siempre, solo le esperaba Márika, que no tuvo para él ni una sola palabra de agradecimiento.
—Lo has hecho bien, Godfrey. Has cumplido tu cometido, has usado de forma excelsa tu fuerza y mi poder. Me has dado hijos sanos y fuertes, has derrotado a los dragones y los gigantes. Tu papel aquí ha concluido. —Márika hizo un movimiento suave con una de sus manos provocando que la luz amarilla de los ojos de Godfrey se apagara para siempre—. Ya nada has de esperar de mí ni de este lugar. Yo te despojo del poder del Círculo de Elden y te destierro de estas tierras. Deja tu corona y márchate o, Primer Señor de Elden y primer Sinluz.
Por alguna razón Godfrey no dijo nada, no entro en cólera, no rehusó y cumplió sus órdenes. Tal vez la amara demasiado como para no hacer lo que le pidiera, tal vez la respetaba a ella y su poder como para no obedecerla o tal vez la temía como nada. Nadie puede saber con exactitud si era la sombra del amor incondicional, el respeto ciego o el miedo lógico a una diosa como Márika, pero lo cierto es que Godfrey se quitó su corona, la depositó lentamente sobre un muro, miró una última vez a su amada y madre de sus hijos sin pronunciar una sola palabra hacia ella y se fue para siempre.
Se dice que con el poco poder del Círculo de Elden que le quedaba, el antiguo rey Godfrey dejó una deslumbrante proyección dorada de su ser para que habitara en Leyndell y se enfrentara a todo aquel que intentara penetrar en la alcoba de su reina con aviesas intenciones.
A pesar de todo lo que le había arrebatado después de haberle dado él todo, Godfrey seguía dispuesto a proteger a su reina y esposa. Y allí descansó la proyección dorada de Godfrey, esperando a enfrentarse en un futuro cercano a un Sinluz con el poder suficiente.
Nadie supo qué fue del primer Sinluz. Se dice que no volvió ni siquiera a su tribu, sino que abandonó las Tierras Intermedias para siempre.
¿Para siempre? Nadie lo sabía en aquel momento, pero algún día, cuando las espinas que protegen el Gran Árbol Áureo prendan y el mundo sienta el calor de la llama que ardió gracias al sacrificio de la yesca en el gran Caldero custodiado por el gigante ígneo de la pierna rota, Godfrey se alzará de nuevo para proteger el cuerpo de su amada y enloquecida Márika, ofreciendo un gran y último combate contra el Sinluz destinado a cambiarlo todo.
Y no solo será su último combate como Godfrey, Primer Señor de Elden, también será su última contienda como Hoarah Loux, pues le romperá el cuello al león Sherosh para desatar su ira de guerrero tribal y luchará con los puños como el salvaje que siempre fue.
Moriría por Márika con el honor que había perdido recuperado y, antes de que su impetuoso corazón se detuviese para siempre, aceptaría a su rival como nuevo señor de Elden, el único capaz de derrotar a Márika y aquel que se la arrebató: Rádagon.
Y así, con el último aliento de Hoarah, concluye la historia del primer mortal convertido en semidiós, el que propició el reinado de Márika, el que cambio las Tierras Intermedias y el último de los suyos que combatió contra el Sinluz que destruiría a la fuerza en conjunción de aquellos que descendían de los cielos como uno, se dividieron en dos y volvieron a unirse para esparcir su progenie por aquellas tierras baldías.
La historia del guerrero más devoto, fiel y enamorado que había conocido ese lugar, y por todo ello, el guerrero más peligroso y útil que podía tener una reina.
Márika nunca lloró su muerte, pues su mente ya se había roto y ni siquiera se enteró de ello. Jamás supo que había muerto protegiéndola a pesar de su desprecio, que había luchado hasta su último aliento por preservar la vida de aquella que le había traicionado y abandonado.
Y aunque lo hubiese sabido mientras conservaba su cordura, jamás lo hubiese apreciado ni valorado, pues no esperaba otra cosa de aquel ignorante al que había seducido con su poder y su presencia. Desde el primer día que se conocieron, Hoarah estaba maldito y predispuesto a servir y amar más allá de la razón a Márika, tal y como dispuso ella con su poder divino. Pero, ¿acaso no es así como aman todos los mortales? ¿Murió Hoarah por amor o lo hizo solo porque estaba manipulado por un poder que escapaba de su comprensión? ¿No es el amor acaso un poder que escapa de nuestra comprensión? ¿Fue puro lo que el guerrero sentía por la diosa o tan solo una burda manipulación de su mente?
Ni el propio Hoarah lo sabría jamás, lo único que supo es que, antes de morir, hubiese dado lo que fuese por tocar o, al menos, contemplar una vez más a Márika. Y así, su último pensamiento fue para ella. Su reina, su diosa, su esposa, su amada. Su todo.

 


 

viernes, 24 de diciembre de 2021

La Esencia Invernal

 

En la fría región de Korvatunturi existen unas antiguas ruinas que, durante todo el año, pasan desapercibidas para todos. Todos los que habitan cerca las ignoran, pero hay una noche al año en el que los lugareños pasan a temerlas. Se trata de la noche del 24 de diciembre, en la que la maldad es acogida en aquel lugar.
Todo empieza con una tormenta de nieve que envuelve la zona y sacude las casas, donde sus habitantes se encierran temerosos de lo que está a punto de venir. Se tratan de seres monstruosos y deformes que entran a través de un portal que es abierto en plena tormenta. Nadie sabe cómo se abre dicho portal o de dónde vienen esos seres, pero nunca faltan a su cita.
Los habitantes de la zona bloquean puertas y ventanas para sobrevivir a esa noche. En su interior cubren todo de una planta de frutos rojo que, según ellos, tiene propiedades protectoras por su conexión con los dioses del frío y las tormentas de nieve.
Además, para aliviar su miedo, consumen Amanita Muscaria, una seta roja y blanca que les permite desconectar con el mundo terrenal y conectar con el universo, del que necesitan su protección.

A Joulupukki no le gusta el sabor de esa seta, así que se las ingenia para no tomársela a pesar de que sus padres se lo ordenan. Como todos los 24 de diciembre, cenan con una tenue luz rodeados de la planta de frutos rojos y tras la cena consumen la Amanita justo antes de que empiece la tormenta.
Joulupikki aprovecha una distracción de su padre, Barnabás, y se deshace de la Amanita. Una hora después, sus padres se encuentran con los ojos en blanco, su padre sobre la mesa y su madre tirada en el suelo. Él se acurruca en una esquina esperando a la tormenta y los monstruos, pero nunca llegan.
Heikkila, su madre, se levanta repentinamente y comienza a gritar, bloqueando la puerta que nadie está golpeando. Su padre, Barnabás, también se levanta, todavía con los ojos en blanco, mira a su hijo, coge un hacha y se abalanza hacia él al grito de “muere, monstruo, ¿qué has hecho con nuestro hijo?”
Joukupukki consigue esquivar el ataque de su padre, correr hacia la mesa y coger una de las botellas para estampársela a su progenitor en la cabeza.
Por detrás, su madre, sin dejar de gritar, coge un cuchillo y se lo intenta clavar a su pequeño en el cuello, que se da cuenta a tiempo y se aparta, teniendo que coger otro cuchillo para defenderse.
Con él, no tiene otro remedio que matar a su madre de una puñalada en el pecho.
Consciente de que su padre le matará al despertar, el pequeño Jou coge el cuchillo ensangrentado con el que apuñaló a su madre y, apartando la mirada y sin dejar de temblar, le cercenó el cuello a su padre.

A la mañana siguiente intenta hacer entrar en razón al resto de habitantes explicándoles que no existen los monstruos, ni tormenta de nieve ni portal interdimensional, que todo es fruto de las alucinaciones provocadas por la Amanita. Nadie le cree y le toman por loco y asesino, intentándole matar. Una vez más, el crío consigue escapar, esta vez de todo un pueblo enfurecido, y huye a la estepa, escondiéndose para siempre en una lúgubre cueva no muy lejos de las ruinas. Ese día, Joulupikki comprendió que el único monstruo existente en el mundo es el ser humano.

Cuando Joulupikki era ya un joven de 23 años comenzó a visitar su pueblo todos los 24 de diciembre. Al principio se conformaba con mirar las casas con las ventanas tapiadas, imaginando la locura que contemplaban todos sus habitantes drogados. Pero, según fueron pasando los años, Joulupikki se cansó de comer siempre las mismas plantas y, a veces, con suerte, carne de venado o cabra. Quería más y, sobre todo, quería venganza.
Con 30 años decidió pasar a la acción. Se había hecho una máscara de madera con cara de cabra para intimidar más si cabe a los habitantes de la aldea y que, drogados, vieran en él una deformidad aún mayor. Metió en un viejo saco que encontró hacía tiempo un pico que había en las ruinas y se dirigió a la aldea.
Una vez allí, el hombre menudo se abrió paso con el pico rompiendo las puertas bloqueadas y asustando a los que se encontraban en su interior, que veían en él al monstruo más grande jamás avistado en la zona. Lo único que hacía era devorar toda la comida en la mesa de los allí presentes, beberse toda su bebida y meter en el saco lo que le sobraba para próximos días. Cuando las puertas o ventanas se le resistían, entraba por las chimeneas, lo que le otorgaba una mayor teatralidad.
Y así año tras año.

Cada año era más corpulento, fuerte e intimidatorio. Nadie se atrevía a hacerle frente como lo hicieron sus padres cuando no era más que un niño. Hasta que una noche, un incauto hombre, viudo y padre de una única hija de cinco años, decidió atacarle. No tenían mucho para comer y tenía una boca que alimentar, así que no dudo en defender lo que era suyo. Joulupikki se defendió de aquel hombre drogado y fuera de sí como haría de pequeño con sus padres. El pico le atravesó desde la frente hasta la nuca, desparramando sangre, sesos y cráneo sobre la mesa, el suelo y la muchacha, que no dejaba de llorar.
Joulupikki se quedó boquiabierto, sin soltar el pico, temblando, mirando fijamente el rostro desencajado de su víctima. Esa imagen le recordó a la de sus padres muertos, asesinados por su propia mano. Comprendió que él también era un monstruo.
Soltó el pico sin desincrustarlo del cráneo de su víctima y miró a la niña, que se acurrucaba desconsolada como lo hizo él aquella noche tan lejana.
Sin pensarlo dos veces, metió a la niña, que ni siquiera se revolvía por el estado de shock, en el saco. Algunos le llamarían, a partir de ese día, el Monstruo del Saco. Aunque no sería su único nombre en el futuro.

Joulupikki cuidó a la niña, de nombre Päivi. La cría se acostumbró a vivir con el corpulento hombre, que hacía no tanto había sido un joven menudo, y no tardó en empezar a llamarle papá.
Durante los años siguientes, Joulupikki no solo no volvió a atemorizar la aldea con su pico, su hambre voraz y su saco, sino que se propuso hacer olvidar el trauma a la pequeña Päivi y, de paso, olvidar el suyo propio. Se prometió que la noche del 24 de diciembre sería la mejor noche para ellos dos, cenando juntos en su cueva, adornada con la planta del fruto rojo, pero también con luces para dar algo de vida, alegría y calidez. Además, siempre se hacían un regalo que tallaban ellos mismos.

Una noche del 24 de diciembre, una tormenta de nieve terrible sacudió el lugar y una luz iluminó el páramo nevado. Päivi tenía miedo, pero no era la única. ¿Y si la leyenda era cierta? ¿Y si el error de tomar la droga para sentirse protegido avivaba una pesadilla que no se repetía todos los años, pero sí había existido?
Intentaron cenar como si nada mientras el viento azotaba las paredes de la cueva y un terrible frío se colaba por los huecos.
Pero algo peor que el ruido del viento y el frío infernal había llegado a la cueva. Hacía un sonido sordo al caminar y gruñía al tiempo que un sonido de fluidos envolvía la sala.
Joulupikki cogía su pico mientras Päivi se acurrucaba tras él. La criatura lanzó un gruñido que no era de este mundo y se lanzó contra el hombre armado, que le asestó un golpe certero en la parte superior.
La criatura, que era como una araña, pero mucho más grande y con los dientes y las babas de un perro del inframundo, lanzó un alarido desesperado y se encogió mientras las patas se derretían como nieve fundida al sol.

Tras asegurarse de que Päivi estaba bien, salió sin soltar su pico, esta vez manchado de sangre morada, hacia el pueblo, que estaba infestado de esas criaturas. Los monstruos no se vieron frustrados por las tapias, que rompieron con facilidad, matando a todos los que había en su interior.
Joulupikki no pudo hacer nada más que volver a su cueva junto a Päivi, a la que tuvo que consolar toda la noche.
No volvió a salir hasta la mañana siguiente, para dirigirse a las ruinas donde se había abierto el misterioso portal. Ya no había rastros de las criaturas, pero sí quedaba energía residual que viciaba el ambiente. Además, había un objeto en el suelo que brillaba y parpadeaba, como si se encontrase entre los dos mundos. Algún error había provocado que eso, que no debía estar allí, se quedase atrapado en nuestro mundo.
Durante todo un año, Jou estudió el artefacto, que se estabilizó y dejó de brillar. Era tan bello, que decidió regalárselo a Päivi el próximo 24 de diciembre.

Y así hizo. La noche del 24 de diciembre del año siguiente, Päivi recibió su regalo entusiasmada. No dejó de observarlo y juguetear con el hasta que al día siguiente se cansó y lo guardó con el resto de regalos.
Varios años después, otro 24 de diciembre, a la misma hora a la que en aquel año se había abierto el portal y durante una tormenta de nieve, el objeto comenzó a brillar. Antes siquiera de que Joulupikki y Päivi se dieran cuenta, la cueva explotó, dejando mal herido al ya anciano Jou, y se abrió un gran portal. Pero esta vez no se colaron monstruos.
Desesperada y sin saber qué hacer para ayudar a su padre, le arrastró hacia el portal para pedir ayuda.
Llegaron a otra zona nevada, pero no era Korvatunturi sino, como supieron más tarde, el Polo Norte. Allí encontraron un templo cuya piedra recordaba al de las ruinas de Korvatunturi.
Sin dejar de gritar pidiendo ayuda desconsoladamente, Päivi arrastró a su padre al templo, donde le recibió un hombre alto, de melena rubia y orejas puntiagudas.
—¿Cómo has llegado aquí, joven? —preguntó el hombre misterioso.
—No lo sé, señor, creo que por este artefacto —respondió mostrando el regalo de Papá.
—Interesante. Cualquiera que manipule este sagrado objeto y, no solo no muera, sino que consiga traspasar un portal y hacer que alguien lo traspase es que tiene, indudablemente, La Esencia —explicó aquel ser que, desde luego, no era humano.
—¿La Esencia? —preguntó extrañada Päivi.
—Sí, La Esencia Invernal. Un poder ancestral proveniente de los dioses que ofrece calidez y protección en los lugares y épocas más frías de este mundo, donde los Kaloides, seres que habitan la Dimensión Oscura, son capaces de abrir portales durante las tormentas de nieve, accedendo a nuestro mundo. Los dioses conceden el don a varios elegidos para que, en esos momentos y lugares de máxima necesidad, el calor divino proteja y ayude a las gentes que lo necesitan y cuenten con alguien que les defienda de los Kaloides. —El hombre parecía orgulloso de lo que estaba narrando.
—Pero esa cosa casi mata a Papá y ha traído monstruos horribles. —Päivi explicaba esto con tono indignado.
—Me temo que el antiguo Esencial de aquel lugar no fue lo suficientemente poderoso y sucumbió al ataque de los Kaloides. Su artefacto, que sirve para ccrear y cerrar portales, además de para destruir a los Kaloides, quedó olvidado allí, seguramente entre los dos mundos. Suerte que cuando las tormentas de nieve terminan vuelven a su frío y oscuro mundo, junto a los Tenebrus, demonios que les crearon para azotar nuestro mundo mientras ellos urden una forma de destruir a los dioses y sus otras creaciones
—¿Y nadie pudo hacer nada?
—Lo hicieron —sonrió el misterioso hombre. —Te enviaron a ti. Dispusieron todo para que el artefacto acabara llegando a ti con los años. Los dioses, me temo, no siempre pueden actuar de forma simple, rápida y directa. Y un error de uno de sus emisarios puede tardar años en ser corregido.
—Me da igual —espetó todavía no del todo convencida Päivi—, necesito que curéis a Papá.
El elfo de túnica verde, pues, si os lo seguíais preguntando, era un elegante y poderoso elfo y uno de Esenciales más antiguos, asintió y ayudó a Päivi con su magia.

Cuando Joulupikki se hubo recuperado tardó bastante en asimilar la historia. No se podía creer que el horror vivido durante tantas noches del 24 de diciembre en esa región incumbía a dioses y demonios antiguos.
Un día, cuando estaba ya casi curado, supo qué debía hacer. Fue una revelación. Él también había contribuido al terror de esa noche durante varios años, como si fuese un Kaloide de esos, y la tomó con la gente del pueblo, aunque no tenían culpa de nada y solo estaban indefensos.
Se aprovechó de su ignorancia y sus alucinaciones para presentarse como un ser cuya llegada temían. Solo se pudo redimir unos pocos años con Päivi, haciéndola regalos y ofreciéndole una cena especial. Pensó que era lo que merecían los supervivientes de Korvatunturi y de todo el mundo.
Päivi era una Esencial y tenía la tarea de proteger las regiones de frío que los dioses le habían encomendado.
Lësar era el protector del Polo Norte, gracias a él los Kaloides que intentaban asolar el lugar eran destruidos, pues Lësar era tremendamente poderoso. Y como tal, Joulupikki le pidió algo que no cualquiera le hubiese podido conceder, por no tener el poder ni las competencias.

El elfo, divertido por la petición y sintiendo calidez en su corazón por la bondad del que algún día había sido el terrible Joulupikki, o el Hombre del Saco, le otorgó un poco de su poder de Esencial. Con ese poder, Jou podía adentrarse en la mente de los deseos inocentes de todos los niños del mundo, además de conectarse con los animales que había devorado durante años, los renos. Así, construyendo un trineo, conectándose a sus renos, que se convirtieron en sus más fieles amigos, y otorgándoles el poder de volar y soportar un gran peso, Joulupikki surcó los cielos con su saco para llenarlo de regalos que pudieran hacer feliz a los niños la noche del 24 de diciembre o la mañana del 25 como lo  fue su pequeña Päivi, convertida en Esencial, pero también en La Doncella de la Nieve, conocida así en algunas regiones de Rusia donde, esa noche, Päivi le ayuda, sin abandonar los lugares que debe proteger de los peligrosos Kaloides.
También decidió vestir de rojo y blanco, el color de la Amanita, para contrarrestar los malos recuerdos y las pesadillas que había generado ese color en su infancia. Ahora, el color de la Amanita traería solo esperanza y sueños.

Y así, todas las noches del 24 de diciembre, Joulupikki, conocido con los años como Papá Noel, surcaría el mundo ofreciendo regalos y una noche mágica para recordar, alejada de las pesadillas que él tuvo que sufrir. No era un Esencial, no combatiría a los temibles Kaloides, pero alimentaba los sueños de los niños, algo que, de alguna manera, debilitaba también a los Tenebrus. Y cuando la noche llegaba a su fin y comenzaba la Navidad, el 25 de diciembre, él volvía al Polo Norte junto al elfo Lësar, que le ayudaba a dar con los regalos más especiales, repartía alguno cerca de su región asignada (convirtiéndose en una especie de ayudante) y le enseñaba, durante el resto del año, más misterios sobre el Cosmos y la creación, pues todo conocimiento, preparación y ayuda se antojaba escasa en los tiempos que corrían, con los Tenebrus siempre acechando y planificando en la Dimensión Oscura.

Pero mientras unos nos defienden de la fría oscuridad y otros nos ofrecen la calidez que tanto necesitamos, con regalos e ilusión, nosotros solo nos tenemos que preocupar de seguir la tradición iniciada en Korvatunturi, sentarnos alrededor de una mesa para cenar con los nuestros y disfrutar de una noche tranquila donde prevalezcan nuestros vínculos; sin miedos, sin odio y lejos de toda oscuridad.

Feliz Navidad, y cuidado con los Kaloides ;)

 


 

 

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Más allá del tiempo, más allá de las estrellas

 


Me gustaría no encontrarme tan solo. Me encantaría mirar por la ventana y poder sentir que soy alguien. Ni siquiera pido ser importante en esta maraña de personas que transitan un mundo agonizante capaz de sacar lo peor de cada uno de nosotros. Tan solo me gustaría poder ser importante para alguien, conectar con una persona más allá del ruido, más allá del dolor que porta cada uno. Me gustaría poder hacer sonreír a una persona.
Pero aquí me hallo, trabajando para gente más poderosa que me desprecia. Gente que ve el mundo como su jardín de juegos. Gente que pretende cambiar todo según sus intereses, que se creen dioses por tener dinero y control sobre los demás. Yo, en cambio, tengo el cerebro, la capacidad de hacer lo que buscan, el poder de conseguirlo, y jamás osaría en creerme Dios.
Dios es sagrado y ellos se esfuerzan en matarlo. Dios tiene un plan minuciosamente trazado y ellos planean desbaratarlo.
La idea es viajar en el tiempo con la tecnología que he desarrollado y sacar beneficio de los cambios que sacudirían a nuestro tiempo, en el año 2884.
No tengo otra opción que colaborar. Mis trabajos en el campo de las partículas del espacio y el tiempo y de los portales interdimensionales llamaron la atención del gobierno.
Me pagan bien, sí, pero si me hubiera negado me hubiesen obligado. Y, si me hubiese seguido negado quién sabe qué hubiesen hecho conmigo. Nadie vale nada. El mundo está sumido en el caos de las megacorporaciones y el capitalismo más destructivo. El individualismo ha sido destrozado para dar paso al corporativismo más desgarrador.
Ya no existe la clase media, tan solo la clase obrera y los ricos. Las ciudades son una nube de humo y toxinas difícilmente respirables para los que viven en las partes inferiores. No hay tiempo ni lugar para el amor entre esa gente. Y yo, que he crecido en la alta sociedad, que he tenido acceso a estudios y he podido labrarme una carrera como científico e ingeniero, no tengo lo que más anhelo.
El dinero y mis días libres me procuran todo tipo de ocio y de la posibilidad de conocer a otra gente con los que trabar amistad o algo más. Pero miro a esas personas y veo a gente enamorada de su propia voz, ocupada en sus superficialidades y despreciando constantemente a los que consideran inferiores. Se creen que son alguien y no son absolutamente nada. Son peor que nada. Yo soy nada; ellos, en cambio, son escoria.


En los momentos de ocio me encierro en mi casa y me enfrasco en mis lecturas, mis videojuegos, mis películas. Disfruto mucho con todos, sean del siglo que sea. Es difícil conseguir obras de principios del milenio, no digamos ya del milenio pasado, por eso guardo con tanto cariño novelas de siglos como el XX o el XIX. Tenemos la información, pero se ha perdido la verdadera cultura. Y a veces ni eso, pues de ciertos autores famosos solo conservamos algunas copias de sus obras, pero nada sabemos ya de sus vidas. Datos que antes encontrabas fácilmente en la red se perdieron tras la Crisis Informática del año 2224.
Me siento estúpido al pensar siquiera esto, pero me encandilan especialmente los poemas de una mujer que no fue reconocida hasta después de su muerte y que en estos años ha sido prácticamente olvidada. Su nombre es Emily, Emily Dickinson.
Son muchas las noches que paso leyendo sus poemas, que me siento cerca de esa mujer que tanto amó y tanto sufrió mil años atrás. Mi soledad deja de ser tan punzante cuando sus palabras rozan mis labios y arropan mis miedos.
Son tan certeros y bellos sus poemas que no puedo menos que sentirme afortunado por poder atesorarlos y leerlos cada día, apartando mis pensamientos del caótico mundo en el que me ha tocado vivir.
Es de otro milenio, pero casi parece venida de otra Tierra, de otra dimensión. Y yo, en mi absoluta obnubilación y absurdez más supina no puedo evitar plantearme: ¿qué pensaría ella de mí? ¿Podría enamorarse de alguien como yo?
No lo sé, lo que sí sé es que yo sí lo he hecho de ella. La única mujer que ha conseguido algo así y vive mil años atrás en el tiempo. Hubiera sido inalcanzable ya de por sí, aunque hubiese vivido en su tiempo, pero más ahora con mil años de distancia. Si al menos pudiera hablar con ella una…
Me levanto de golpe, algo sacude mis pensamientos. Es una locura, pero es posible y más justo que cualquier cosa que vayan a hacer ellos. Estoy dispuesto a jugármelo todo: mi trabajo, mi libertad, mi vida, todo. La máquina que estoy construyendo para ellos, los de arriba, está casi preparada. Solo tendrá un uso durante un año y solo yo puedo reconfigurarla. Si me voy puede que no vuelva, pero ellos tampoco la podrán usar para manipular conflictos del pasado a su favor.
Lo único por lo que debe ser usado una monstruosidad capaz de alterar los mares del tiempo es por amor, nada más.
Mi nombre es Benjamin Franklin Newton y hoy comienza mi historia. Mi felicidad está en el pasado, mis sueños están a mis espaldas, mi libertad pasa por renunciar a mi presente y a mi ya de por si nublado futuro. Apuesto todo a una carta, aunque esto suponga contradecir la sagrada ley de Dios. Que en su máxima sabiduría sepa perdonarme.

 

8 de agosto de 1847

Hoy Susan ha venido a desayunar con nosotros. Después he subido a hacer algunas de mis tareas veraniegas que nos propusieron en el seminario. Suelo hacerlas el sábado, sobre todo si se trata de cualquier cosa relacionada con la literatura, pero tenía que resolver algunos problemas matemáticos, algo que detesto con todo mi ser. La lógica y la razón son aburridas. Todo lo que pueda resolverse con el cerebro y aplicando normas establecidas carece para mí de sentido, por paradójico que resulte. Me interesan más los problemas que no tienen resolución alguna usando la cabeza y que obligan a usar el corazón. Problemas, incluso, irresolubles, capaces de llenarte de dudas tanto como de certezas, Que provocan que actúes sin pensar, sin un aparente sentido, impulsada por los ecos del sonido que retumba en lo más hondo de tu ser provocado por el intenso golpeteo de tu corazón.
Suerte que a veces puedo contar con mis amigas para realizar estas tareas aburridas, a cambio, claro, de hacer otras suyas enmarcadas otros campos que son más de mi interés.
He tenido que dejar a medias mi tarea, porque estaba perdiendo ya la cabeza con la misma rapidez que lo hacen los pasajeros de trenes accidentados. Por cierto, hoy no he ojeado todavía el diario. Aunque creo que hoy ni una docena de cabezas rodando por el pavimento podrían mejorar mi humor.
Tenemos que ir a misa y, que Dios me perdone, no me apetece. ¿Podrá el Papa renunciar ir a misa algún día si no se encuentra con el ánimo para ello? Quiero decir, es una especie de elegido de Dios, supongo que tenga algún tipo de favor, sino para qué diablos querrías ser el Papa?

 

La misa de hoy ha sido igual que la de hace siete días y exactamente idéntica a la de hace catorce. ¿Era el plan inicial de Dios tan aburrido? ¿Será aburrido ser Dios? Después de pasarse seis días trabajando para crear esta belleza que es el mundo y que cada vez se esfuerzan más en destruir con sus fábricas y sus avances industriales, ¿qué hizo? ¿Se limita a observarnos? ¿Nos castiga en base a decisiones tan superficiales como si vamos o no a misa o si leemos la Biblia o no lo hacemos? En mi caso no tiene por qué preocuparse, me gusta la Biblia y la leo con interés, pero puede alguien creer en Dios, ser justo, merecer su piedad y no ir a misa ni leer la Biblia?
Un joven me está mirando. No sé quién es, solo sé que también estaba en la misa, pero juraría no haberle visto nunca. ¿Por qué se está acercando? Parece que va a hablarme, ¿qué hago? Mi corazón empieza a salirse fuera de sí. Vaya, sí que es guapo.
—Buenos días —saludó con amabilidad y mostrando una sonrisa.
—Bu… buenos días —respondí.
—¿Crees en Dios?
¿Qué clase de pregunta es esa para comenzar una conversación? Además, acabo de salir de misa.
—Una vez, un compañero de mi clase dijo que había que pensar dos veces antes de hablar. No me pareció el comentario más ingenioso que se podía hacer y se lo hice saber, igual que me veo en la obligación de hacerte saber a ti que tu pregunta no es la más sagaz estando donde estamos y que me has hecho reflexionar sobre la razón que tenía mi compañero.
—Vaya, no esperaba que fueras tan directa ni tan punzante.
—¿Esperabas algo de mí? Creo, si mis cálculos no me fallan, y conociéndome no me extrañaría que me fallaran, que nos conocemos de hace escasos segundos.
—El tiempo es relativo, me temo. —Una media sonrisa asomó sus labios.
—No veo por qué ha de ser relativo, pues tengo entendido que es algo absoluto, de carácter objetivo. —Arqueé una ceja sin saber muy bien hacia dónde iba la conversación con ese joven misterioso.
—Lo objetivo me parece aburrido, el tiempo, en cambio, es apasionante. ¿Acaso la hora que hemos pasado en misa no se te ha hecho un tanto larga? —Ahora el que arqueaba una ceja era él, como respuesta a mi arqueo anterior.
—Bueno, sí. Pero es tan solo una percepción mía, el tiempo ha sido el mismo para todos.
—¿Y no es algo que puede ser percibido y experimentado de formas diferentes algo subjetivo y por tanto relativo? —No dejaba de sonreír. Parecía el muchacho más feliz que había visto en mi vida.
—Pero en la configuración del tiempo entran en juego las matemáticas, la materia más absoluta que conozco.
—Ni siquiera Dios es absoluto, varía según la percepción. Si Dios lo es, lo pueden ser todas las cosas creadas por él.
—Veo que tú si crees en Dios. Algo que deduje yo solita al verte salir de misa. ¿Ves, no es tan difícil? —No puede evitar que mis labios dibujaran también una sonrisa.
—Sí, bueno, tú estabas en misa, pero no así tu cabeza ni tu corazón. Eso sí que era fácilmente observable y un término objetivo. —Ahora no se limitó a sonreír, también se carcajeó.
Yo miré al suelo, sin dejar de sonreír, pero mostrando cierta timidez repentina. Me había pillado.
—Y tú me mirabas a mí, así que otro término objetivo es que, aunque creyente, tú tampoco atendías, por lo que no deberías dudar de mi fe porque me haya distraído. —Había alzado la cabeza de nuevo y le miraba fijamente.
—Así que crees en Dios. Interesante.
El joven tenía razón, el tiempo es relativo, pues en ese momento se detuvo. Allí estábamos los dos, charlando sin conocernos, hablando de términos objetivos y sin escuchar nada más que el sonido de nuestra voz, sin ver nada más que nuestras sonrisas.
Pero esa burbuja temporal se rompió cuando mi padre entró en escena y el tiempo volvió a ser el elemento objetivo tan aburrido que había sido siempre.
Llevaba un rato hablando con el señor y la señora Hibbert y no reparó en que estaba hablando con un joven desconocido que me sacaba unos diez años.
—¿Te estaba molestando, Emily? —preguntó mi padre.
—No, no. Me estaba enseñando matemáticas. O lo relativo que hay en ellas. —Enredé un mechón de mi pelo en mi dedo índice.
—Así es señor...
—Edward Dickinson— respondió mi padre con voz firme.
—Veo que su hija no es muy amiga de las matemáticas, señor Dickinson, y pretendía que las viese como algo agradable. ¿Qué sería el mundo sin ellas? Siempre digo que Dios es el mejor matemático que existe, y por eso creo un mundo como este con tanta precisión.
—Sí, que se lo digan a la mendiga que el otro día llamó a mi casa, con ella los cálculos no salieron muy bien.
—¡Emily! No digas algo así. No es propio de ti.
Es cierto que no solía hacer ese tipo de comentarios delante de mi padre, prefería dejarlos para mis escritos, donde nadie juzgaba mi humor hacia las desgracias ajenas. Pero este chico saca algo de mí que no sacan los demás. En pocos minutos de conversación he visto en él una inteligencia y una sensibilidad que pocas veces he visto.
—Perdona a mi hija, joven. Esta mañana estaba algo aturullada precisamente por las tareas concernientes a las matemáticas. Tal vez tú podrías ayudarla en sacar adelante los problemas que no es capaz de resolver ella sola.
El muchacho sonrió más ampliamente que durante toda la conversación.
—¡Claro, señor! Cuenta con ello. Si quiere puedo acudir hoy mismo a su residencia y ayudarla con ellos.
—¡Eso sería magnífico! ¿Verdad Emily? Te llevaras unos centavos por ello, claro.
Mi padre se mostraba entusiasmado, yo también, pero no quise exteriorizarlo. Desde luego no era por poder resolver mis problemas de matemáticas con ayuda.
—¿Por cierto, como es su nombre, joven? —preguntó mi padre al, por poco tiempo, desconocido.
—Benjamin, señor. Benjamin Franklin Newton.
Al decirlo no miraba a mi padre, sino a mí.

 

Para mí era absolutamente impresionante recorrer parajes tan bellos repletos de fresco verdor. Sí, había fábricas y la industria en constante evolución ya afeaba muchos de los paisajes estadounidenses. ¿Pero qué es esto frente a lo que poblará el mundo mil años en el futuro? Esto es un reconfortante paraíso en comparación.
Pero no estoy aquí para contemplar paisajes ni la naturaleza en su máximo esplendor, estoy aquí para contemplarla a ella, a la mujer que tantas noches me ha quitado el sueño con sus escritos. La mujer que ahora me mira con cierto desconcierto, pero también con diversión, juguetona. Sé por lo que he leído sobre ella que es una mujer apasionada, que sufrirá por el amor no correspondido de amores a los que no puso nombre en sus poemas. Pero también una mujer con mucho sentido del humor. A pesar de ello me la esperaba algo más reservada, pero esta actitud suya no hace más si no que me guste más y más.
Pasamos dos largas horas (o cortas, según se mire) trabajando sobre sus problemas de matemáticas. No mentía, se le daba francamente mal, así que fue para mí un placer poder ayudarla. Era lo mínimo que podía hacer por una persona que ha alegrado mis días sin saberlo.
—Perdona si antes ofendí tu fe al hablar de ese modo de Dios. —Fue esto lo primero que me dijo ella más allá de fórmulas y operaciones.
—No, no te preocupes. Valoro el sentido del humor. Dios nos creó con él, ¿por qué no hacer uso de él?
—Ya que me has ayudado veo justo responder a tu pregunta. Sí, creo en Dios. No soy una creyente que no se cuestione cosas, pero respeto su voluntad y tiene gran influencia en mi vida. —Todavía no había mostrado conmigo esa profunda reflexividad y pasión.
—Yo, a pesar de ser un hombre de ciencia, también creo en él con gran fervor. Él lo es todo, nosotros no somos nada.
—¿Nada? ¿Así lo crees? —Mi respuesta le sorprendió, pero no percibí en ella molestia, sino curiosidad y unas profundas ganas de charlar sobre ello.
—Él es omnipotente, todopoderoso, inmortal y único. Nosotros somos pequeños, carentes de poder, limitados al tiempo y el espacio, mortales e innumerables.
—Pero él nos creó. ¿Algo creado por Dios puede considerarse que no es valioso?
—Jamás me atrevería a decir tal cosa. Ser conscientes de nuestra nimiedad como seres individuales no nos hace menos valiosos, todo lo contrario. Ser conscientes de esa nulidad y seguir viviendo nos hace grandes. Por sí solos no somos nada, ni los reyes más poderosos ni los nobles más ricos pueden considerarse algo trascendental. Somos todos iguales: olvidables, desechables, con muchos rasgos similares. Nada, al fin y al cabo, pero después de todo sentimos, creamos vínculos. El tiempo arrasa con nosotros, pero hay algo que siempre perdura.
—¿Los vínculos? —Más que una pregunta parecía una respuesta certera.
—Son la mayor huella que dejamos en el mundo. Aunque pasen mil años de alguna forma perduran, aunque no quede de nosotros ni el polvo en que algún día nos convertiremos. Es como si nutriésemos a Dios con ellos y a los próximos que vendrán. Y si algún día los vínculos se debilitan, el mundo estará condenado.
—Eso nunca pasará.
—Ojalá tuvieras razón, Emily. Ojalá la creencia de que pueden superar a Dios en poder no provocase que los seres humanos hiciesen temblar los cimientos del mundo civilizado y el orden de las cosas, apagando la posibilidad de amor y la esperanza en cada uno de nosotros.
—Hablas como si estuvieses convencido de que esto fuese a pasar. —Me miró extrañada. Desde luego no se le escapa una.
—No, bueno… —titubeé—. Solo hay que ver el desarrollo de las zonas industriales para temer por el mundo. Primero perderemos nuestro vínculo con la Naturaleza y después nuestro vínculo con el resto de nosotros.
—Pero, ¿qué es un vínculo entre dos personas que son nada, que son nadie? —Sabía la respuesta, solo quería conocer la mía.
—Todo es aplicable con matemáticas, y esto no es una excepción. Qué pasa cuando en una fórmula nos encontramos un menos por menos. ¿Cuál es el resultado?
—Siempre más.
—Nada importamos por sí solos, pero si encuentras a ese Nadie dejaremos de serlo, al menos el uno para el otro. No quieras ser alguien, Emily. Yo lo era de donde vengo y no fue una experiencia agradable ni pude hacer nada bueno por el mundo siéndolo.
—Pero, ¿quién eres, Newton? ¿De dónde vienes?
—He de irme ya, señorita Dickinson. Has de saber que el tiempo contigo han acabado de corroborarme que el tiempo es relativo, pues dos horas y media en tu compañía han pasado como un suspiro para mí.
Pude ver cómo se puso colorada y comenzó a sofocarse levemente.
—Yo… gracias. También ha sido agradable para mí.
—Y no solo el tiempo, también el espacio. El mundo para mí no era más que una nube gris que me envolvía, pero ha bastado una conversación contigo para cambiar esa percepción y que el sol penetre la gran nube que me aprisionaba.
Emily me miró, se acercó tímidamente y se humedeció los labios instintivamente. Sentí un tambor en mi pecho que me empujaba a aproximarme a mí también, mientras un latigazo en mi cabeza me apartaba.
—Lo siento, señorita Dickinson, he de volver a mi casa a ocuparme de mis tareas. Espero haberla sido de ayuda.
—Lo has sido, señor Newton. Espero poder charlar contigo en otra ocasión. —Parecía decepcionada.
—Desde luego. Siempre que lo necesites aquí estaré.

Esa noche no pude dormir. Benjamin había tocado mi corazón como ningún chico lo había hecho antes. Tras pasar varias noches dando vueltas decidí levantarme de la cama, encender un candil y ponerme a escribir. No tuve ni que pensar. Lo primero que me vino a la mente fue la última conversación que tuve con él y compuse varios poemas que guardaría siempre con gran cariño y que siempre me recordarían a él.

 

¡Soy Nadie! ¿Y tú, quién eres?
¿Nadie, también?
¡Somos dos, entonces!
 ¡Calla!, podrían descubrirnos.  
¡Qué tedioso ser Alguien!
¡Cuánto impudor, cual una rana,
 repetir tu nombre todo el día
ante una charca admirativa!"

 

Me temblaba la pluma mientras pensaba en que alguien tan insignificante como yo me hiciera sentir tanto. Con suerte yo, que tampoco soy nadie, provocaría lo mismo en él.
Me quedé pensativa, mirando al vació de la noche estrellada a través de mi ventana abierta, escuchando el sonido de los grillos de fondo que tanto me relajaba. Y, entonces, la pluma continuó moviéndose.

La percepción de un objeto cuesta
precisamente la pérdida del objeto
La percepción en sí es una ganancia
que responde a su precio.
El objeto absoluto es nulo
la percepción lo hace excelente
y luego reconviene a la perfección
que lo sitúa tan lejos.

La noche en mi cama, con mis pensamientos enfrascados en él y sus palabras, se hacía eterna, pero allí sentada, todavía pensando en él, pero escribiendo sobre lo que le habían inspirado sus reflexiones, sentía que el tiempo se hacía añicos. Era tal y como él dijo, un elemento relativo que se amolda a nuestras emociones. Volví a trazar palabras en el papel.

El dolor expande el tiempo
dentro se agazapan siglos
la menuda circunferencia
de un único cerebro
El dolor contrae el tiempo
ocupadas con el golpe
eternidades enteras
son como no eran.

Pensar en el dolor que sentiría si algún día lo perdiese y lo eternos que serían los días y mi propia existencia era insoportable. El miedo a ello me atenazó y preferí seguir escribiendo sobre lo que sentía. Debía ir a la cama para intentar soñar con él y, de esta forma, antes llegaría el día siguiente y podría volver a verle pronto. Así que escribí mi último poema antes de volver a intentar dormir.

Bueno es soñar. Despertar es mejor
si se despierta en la mañana.
Si despertamos a la media noche,
es mejor soñar con el alba.
Más dulce el figurado petirrojo
que nunca alegró el árbol,
que enfrentarse a la solidez de un alba
que no conduce a día alguno.

 

9 de noviembre de 1849

Estos dos años en compañía de Benjamin han sido los mejores de toda mi vida. Enseguida se vino a vivir a casa para seguir ayudándome a mejorar en matemáticas a pesar de no estar ya en el seminario y haber abandonado los estudios oficialmente. Además, ayuda a mi padre con varias tareas y él está contento con su presencia.
Nunca ha pasado nada entre nosotros, y no porque yo haya querido. Algo sucede con él. Contemplo en sus ojos la misma pasión que brilla en los míos, el mismo deseo, pero no consigo arrancarle un beso, ni siquiera una declaración. Muchas veces ha usado a mi padre y el respeto que siente por él como excusa, otras veces habla de Dios y cree que está haciendo algo incorrecto. Otro día me dijo que aunque el tiempo sea relativo, hay cosas en el discurrir del tiempo que son sagradas y no deben tocarle. No le entendí.
Esta noche hemos quedado en el observatorio astronómico construido por la Academia y el Colegio de Ahmrest. Espero que esta noche suceda lo que llevo soñando día tras día.

Benjamin estaba ausente mirando las estrellas. Hablaba menos que otras veces.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, sí, no te preocupes, Emily— dijo apartando la mirada del telescopio—. Solo reflexiono sobre la inmensidad del espacio.
—¿Crees que algún día podremos recorrerlo? ¿Caminar sobre las estrellas?
—¿Quién quiere caminar sobre las estrellas teniéndote a ti aquí?
No esperaba esto, no cuando estaba tan ausente, no cuando siempre esquiva mi amor.
—Yo… tampoco necesito lo que nos depare el cosmos mientras tú estés a mi lado.
Me miró y me sonrió con la misma dulzura que siempre. Ojalá pudiera decirle lo que siento, ojalá poder expresar mis sentimientos como me expreso escribiendo. Esa noche había llevado una mochila con mi libreta, mi pluma y el frasco de tinta. Estaba decidida a decirle que escribía poemas y a hacerlo con él a mi lado para decirle lo que siento, por eso lo traje todo.
—Siento que no estoy haciendo lo correcto, Emily. No puedo corresponderte aunque quiera. Una decisión del pasado, o no tan del pasado, atribula mi alma. Creo que no merezco estar aquí ni tu mereces que esté haciendo esto.
No le entendía en absoluto, pero sentí que debía aligerar su carga, así que no hablé y tan solo escribí.

Saber llevar nuestra porción de noche
o de mañana pura;
llenar nuestro vacío con desprecio,
llenarlo de ventura.

Aquí una estrella, y otra estrella lejos:
alguna se extravía.
Aquí una niebla, más allá otra niebla,
pero después el día.

 

Benjamin lo leyó en silencio, las manos temblorosas. Y, sin previo avisa, estalló a llorar y abrazó la libreta. No imagine que le emocionase tanto ni que pudiese ayudarle a soltar el peso que aplastaba su espíritu. Pero percibí algo más en esas lágrimas. ¿Qué le pasaba?
—Ben, ¿qué te aflige con esa profusión?
Me miró con el rostro ensombrecido y sin dejar de llorar.
—Yo… yo, Emily, no sé lo que hay más allá de los confines del espacio, pero sí del tiempo. Creo haber roto la ley de Dios, pero leyendo esto que no es la primera vez que lo leo, comprendo que ya estaba escrito, que Dios me quería aquí, que me dio una oportunidad de ser feliz.
Me quedé en blanco. O tenía más imaginación de la que pensaba o yo menos comprensión de la que creía.
—Pero siento que no es justo. No es justo que me interponga en tu vida viniendo de tan lejos y sabiendo lo que tú no sabes, forzando algo que parecía ya escrito. No sé si estoy pecando ahora y yendo contra el mandato sagrado de Dios al retirarme, pero no puedo seguir con esto. Has de amar a quien fortuitamente se cruce en tu camino, sin mentiras, ni manipulaciones.
Intenté decir algo, pero no pude. Él siguió hablando.
—Emily— me cogió ambas manos con suavidad—, me has hecho feliz mucho antes de que nos conociéramos, me has hecho llorar de dicha muchas noches posteriores y anteriores a esta: con tus escritos y con tu mera existencia. Solo puedo darte las gracias y pedirte perdón.
»Que el dolor no te incapacite, pues no merezco la pena. Te pido por favor que jamás dejes de escribir, ya que algún día el mundo valorará tus poemas y podrás conectar con mucha gente que ahora ni siquiera existe. Trascenderás de la única forma que el ser humano debería hacerlo y darás sentido a la nada. No solo serás alguien para quien te ame, sino para otra mucha gente que encontrará en tus palabras consuelo. Vive, Emily, vive y disfruta como te mereces. No te apagues jamás por nadie ni por los envites de la vida ni las garras de la muerte.
—Pero, Benjamin, ¿qué quieres decir con todo esto? No estoy entendiéndote demasiado bien, no sé qué está pasando y me estás preocupando.
—Solo has de saber que te quiero, te he querido y te querré más allá de los confines y la lógica del tiempo. —Ambos nos acercamos lentamente, el corazón en un puño, el cuerpo tenso, las manos sudorosas, los labios húmedos.
Lo último que tuve de él no fueron sus explicaciones matemáticas, ni sus palabras, ni su sonrisa, ni tan siquiera su mirada. Lo último que tuve de él fue ese beso en esa fría noche de noviembre, bajo las titilantes estrellas que, ahora, nos observaban ellas a nosotros en ese observatorio.
Ellas y solo ellas fueron testigo de esta prueba de amor, y así sería siempre. También ellas observaron junto a mí cuando, tras apartarse y sin mirarme, me devolvió el poema, se dio la vuelta y se alejó. Para siempre.

15 de mayo de 1886

Me llaman. Oigo sus voces claras, intensificadas tal vez por mi ceguera. Escucho claramente la voz de Benjamin, también la de mi amado Charles. Tan lejos los dos en el tiempo, tan lejos en el espacio. Más allá de la vida, más allá de la existencia, del todo. Ahora más que nunca son Nada, y ahora más que nunca son para mí Todo.
Vuelvo a sentir las suaves manos de Benjamin, y camino junto a él sobre las estrellas, las mismas de aquella noche que tan celosamente guardaron nuestro secreto. Me sonríe como siempre hacía y me lleva hacia Charles, el sensible pastor que tantos años tardó en volver para irse después para siempre. Me acogió en sus brazos y sentí de nuevo el calor de aquella tarde de verano de 1880, cuando al abrir la puerta me lo encontré tras ella veinte años después.
Ahora era él el que abría la puerta a algún sitio desconocido. Benjamin y él se pusieron a ambos lados de dicha puerta y me cogieron cada uno de un brazo para ayudarme a subir las escaleras que formaban las estrellas hasta llegar a ella.
Ben me guiño un ojo sin perder su sonrisa, Charles me acarició la cara como le gustaba hacerme. Ambos me apretaron con fuerza las manos y me dieron un ligero impulso para cruzar el umbral que llevaba más allá de las estrellas, que ya se despedían de nosotros. Y entonces, la luz: Dios, el tiempo, el espacio, los vínculos, la Nada, mis sentimientos, mis emociones, las de los demás; todo estaba unificado en eso, en Todo. Algo que traspasaba los confines de la realidad hasta llegar a ti, lector de mis poemas, conocedor de mi vida, de mis sueños, mis dichas y mis penas. Nadie, como yo, pero parte de una multiplicación que sumará al Todo y que todavía ha de experimentar lo que yo hice en dos ocasiones. Vive, lector, pues ya tendrás tiempo de pasear entre las estrellas.

Había muerto yo por la Belleza;

me cercaban silencio y soledad,

cuando dejaron cerca de mi huesa

a alguno que murió por la Verdad.

En el suave coloquio que entablamos,

vecinos en la lúgubre heredad,

me dijo y comprendí: Somos hermanos

una son la Belleza y la Verdad.

Y así, bajo la noche, tras la piedra,

dialogó nuestra diáfana hermandad

hasta que el rostro nos cubrió la yedra

y los nombres borró la eternidad

 

En memoria de la poetisa Emily Dickinson, que tanto nos dio, a pesar de lo poco que recibió.