domingo, 28 de abril de 2013

El Débil Repicar de las Campanas



Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se dirigían al altar dónde un hombre canoso les esperaba con el semblante serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y, sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a su altar particular. Miraron al anciano, que era el único que llevaba una vestimenta diferente, el encargado de pronunciar las palabras que  proclamarían su amor infinito, pero dejaron de mirarle enseguida. Se dieron la vuelta hacia los testigos. Parecían tristes, emocionados por el evento. No todos querían que se casasen, pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, pero pronto el anciano lo rompería. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.

Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos…perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados.

La mayoría tenían familias fuera y eran felices. Todos los consideraban unos valientes por ponerse ese uniforme, por empuñar esas armas y hacer lo que hacían. Eran valientes que luchaban por los inocentes, defendían su país. Eran valientes que estaban solos y que veían cada día cosas horribles. Pero en el fondo eran cobardes y no había nada de heroico en lo que hacían.

Cada día mataban y cada día era más fácil hacerlo. No seguían sus ideales, solo seguían órdenes. Defendían algo que no existía, que no era tangible, defendían su país. Pero ¿De qué lo defendían? ¿Quién lo defendía de ellos mismos? Tal vez tampoco fuesen cobardes, tal vez simplemente no fuesen nadie. Diez hombres que no valían nada, diez hombres débiles que necesitaban parecer fuertes, creerse fuertes. Algunos solo sabían demostrar su fuerza en casa, con su mujer y sus hijos. Esos ya estaban acostumbrados a los gritos, a los llantos, al miedo. Eran perros de guerra amaestrados que tenían a su presa en casa, preparada para jugar con ella, para usarla a su antojo, para atacarla.  Otros ni siquiera habían tenido la fuerza necesaria para formar una familia. Solo se sentían fuertes con un arma en la mano, en el campo de batalla, entre muerte y dolor. Esos eran los peores, no tenían nada que perder. Muchos se habían perdido caminando y nunca tuvieron la fuerza para buscar un nuevo camino. Este era el más fácil. No había que pensar, no había que elegir…Pero había que sobrevivir y, la verdad, sobrevivir no era fácil.

Cada día que pasaba, cada día que tenían que sobrevivir, se hacían más débiles. Su miedo aumentaba, su visión de la vida se tornaba más oscura de lo que ya era y necesitaban sentirse más fuertes. Se insensibilizaban y se volvían peligrosas máquinas de matar. Pero hasta la máquina más potente era frágil y necesitaba ser cuidada y a menudo engrasada.

En el momento previo a la lucha, durante la lucha y tras la lucha, se sentían solos. Los diez hombres solo se tenían los unos a los otros. Diez hombres débiles que si formaban un único hombre, podían hacerse fuertes. Pero si uno de ellos moría, el dolor sería más grande, tanto como el de perder una extremidad. Por eso siempre se entrenaban juntos, siempre luchaban juntos. Hombro con hombro, todos cuidaban de todos. Vigilaban las espaldas de sus compañeros, trabajaban en equipo con una sincronización única. Los diez se convirtieron en un hombre fuerte, imparable, que había llegado a la cima. Pero es complicado sujetar un solo cuerpo entre diez hombres. Siempre existirá cierta inestabilidad y el más mínimo error acabaría con todo, provocando que el hombre perdiese el equilibro y cayese aparatosamente de la cima.

En el fervor de la batalla es difícil controlar tus sentimientos. No eran pocas las veces que había gritado, que se había enfurecido sin motivo, que se había apresurado y había arremetido un golpe innecesario, sin pensar. Su mujer siempre había sido la víctima de aquello. Pero aquel día no estaba entre las paredes y los muebles de su casa, estaba en campo abierto, entre disparos y explosiones. Tampoco era su mujer la que estaba frente a él, sino decenas de enemigos. Pero no pareció importarle. La adrenalina que tantas veces le había dominado le jugó una última mala pasada. Gritó como siempre hacía, atacó como tanto le gustaba, pero los enemigos si podían defenderse. Por una vez su mujer no fue la víctima.

Hubo otra pérdida. Pudo deberse a la lealtad, la amistad o el amor, nadie lo supo, pero todos lo vieron. Vieron como uno de los suyos se colocaba frente a los disparos cuyo destino se encontraba en el cuerpo de otro soldado. Vieron cómo mientras su cuerpo cubierto de sangre caía, sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero sonreía…algo que entre esos disparos, entre ese dolor y entre tanta muerte, solo podía conseguir el amor. El otro soldado se quedó mirando el cuerpo de su protector, temblando, dispuesto a vengarlo. Puso en peligro su vida por aniquilar a los soldados que mataron a su compañero. Soldados no muy diferentes a ellos, con una misión tampoco muy distinta, que morían frente a sus ojos. Seguramente esos soldados enemigos fuesen igual de débiles, sentían el mismo miedo y amaban a otras personas, pero debían morir igual que habían matado. Era su destino allí, el mismo que les esperaba a ellos.

El hombre dejó de estar completo, perdió dos brazos, un brazo violento que solo valía para asestar golpes y otro brazo que fue amputado mientras se protegía el corazón. Ahora eran ocho, ocho que decían haber vencido la batalla en la que perdieron dos de esas extremidades. Pero no ganaron nada, solo perdieron a dos de los suyos, una parte de ellos mismos, una parte de su fuerza.

Una pérdida que supuso una nueva amputación. Esta vez no fue en el campo de batalla sino en la habitación donde consumaron su amor prohibido…pero no el único. Por fin había encontrado un camino que le gustaba, un camino que podía recorrer, sabía cómo hacerlo y quería hacerlo. Aunque fuera entre sufrimiento y muerte, no le importaba mientras fuese ajeno. Pero el día en el que él murió protegiéndole, ese camino se desvaneció, su escasa fortaleza también. Se iría con él, no sabía a donde, pero se iría de la misma manera que él, con un disparo.

Ya solo quedaban siete. Pero los siete se mantuvieron fuertes. Siempre cautelosos, siempre vigilantes, no podían perder a más. Y fue en una de esas vigilancias, cuando dos de esos siete siguieron el mismo camino de los últimos dos soldados que murieron. Uno de ellos llevaba años sin ver a su familia, el otro ni si quiera tenía. Tenían que vigilar, estar preparados para cuando llegase el enemigo. Esa noche no vigilaron, pero estarían listos para cuando el enemigo llegase. Juntos se sentían más fuertes de lo que nunca habían sido, no había bala que perforare sus corazones. Era un amor prohibido, pero no el primero en ese lugar. No había porque esconderse, eran parte del mismo cuerpo, eran compañeros, soldados. Eran hombres, simplemente hombres. Pero se escondieron.

Al principio resultaba extraño, llevaban tiempo amándose, pero era la primera vez que decidían dejar de ser débiles y hacer lo que ambos deseaba. Ninguno de los dos había sentido eso por otro hombre, pero tampoco por una mujer. No sabían si la guerra les había nublado la razón, pero se amaban de verdad. Los días se hacían más cortos, las muertes menos violentas, la lucha merecía la pena para que llegase el nuevo día, un día más con él.

No podían decírselo a nadie, se llevarían su secreto a la tumba, y ellos, al contrario que sus compañeros muertos, lo conseguirían. El secreto anterior había sido desvelado con el suicidio del que quedó con vida. Su crimen, descubierto. ¿Qué hubiera pasado si hubiesen descubierto su romance antes de su muerte? Su superior no parecía contento cuando leyó la nota de suicidio. Una nota que solo reflejaba amor…también pena por la pérdida. Pero sus compañeros lo entenderían, lo aceptarían.

Lo que a ambos les preocupaba era lo que pasaría después de la guerra. Cuando el odio cesase ¿Continuaría el amor? Uno se preguntaba si abandonaría a su mujer y a sus hijos, el otro si abandonaría el miedo que le había hecho perderse en el camino, sin una familia que cuidar, sin nadie a quien hacer feliz. Se preguntaron si seguirían siendo fuertes o volverían a ser débiles. ¿Serían valientes o cobardes? ¿Se casarían? Ninguno de los dos se imaginaba que su boda estaba tan cerca.

Una noche descansaban juntos, pero su amor no lo hacía. Para ellos no existía más que esa habitación, esa cama, ese hombre. Pasarían la noche despiertos, pero a la mañana siguiente tendrían la fuerza suficiente para luchar, mientras lo hicieran juntos. Lo que no imaginaban era que no pasarían la noche despiertos para consumar su amor, sino su odio, el odio de una nación. La puerta se abrió de golpe. Uno de sus compañeros los vio desnudos sobre la litera que compartían. Entró dispuesto a gritar para alarmar de su llegada, pero se quedó callado. Después de un instante en silencio, los disparos recordaron al inoportuno soldado por qué estaba ahí. “Nos atacan” dijo seco, como si hubiese visto a uno de sus compañeros con el enemigo.

Los hombres se vistieron, juntos; salieron, juntos; lucharon, juntos; mataron, juntos; vencieron, juntos. La batalla había terminado, la suya comenzaba ahora. El compañero que les había visto les miraba con la misma mirada de la habitación. Sus heridas no le parecían tan graves como lo que había presenciado. ¿Qué había presenciado? Algo mucho más agradable que lo que llevaba años presenciado en el campo de batalla, pero parecía que le aterraba más. Ya estaba amaneciendo, pero decidieron volver a la habitación, juntos de nuevo.

¿Puede una situación generada por el odio desembocar en amor? Muchos soldados se aferraban a ese sentimiento en el campo de batalla para sobrevivir, pero ¿cuantas veces surgía el amor en el campo de batalla? Esos diez hombres, ahora siete, parecían no conocer el amor. No conocían más que su propia debilidad, debilidad que se tornó en fuerza cuando se unieron, odio y miedo que se tornaron en amor y esperanza. Pero el único que tenía derecho a mostrarse ante todos tal y como era, sin tapujos, sin escrúpulos, era el odio y todo lo que reflejaba. Daba igual cuanta gente muriese o resultase herida, daba igual cuanta gente llorase o tuviese miedo. Daba igual cuanto se sufriese, era el odio lo que todos conocían, con lo que luchaban. El amor en una guerra puede ser un gran aliado, pero un aliado oculto, frágil, que si es descubierto puede ser aniquilado con facilidad. Y más si ese amor es considerado anti-natural. El hombre ha sido creado para amar a las mujeres, no a otros hombres. Pero el hombre también ha sido entrenado para matar a otros hombres como él, nunca mujeres. Sin embargo, en la guerra muchas mujeres son aniquiladas…y no sucede nada.

Su amor había sido descubierto, ya no había motivos para esconderse. Había llegado la hora de ser valientes, fuertes por primera vez en sus vidas. Lo reconocieron. Reconocieron que se amaban y que no dejarían de hacerlo jamás. Sus compañeros les escucharon, su superior se limitó a asentir. En un solo día lo prepararon todo, había llegado la hora de casarse. Ese mismo día habría boda.

Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se dirigían a al altar, dónde un hombre canoso les esperaba con el semblante serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y, sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a su altar particular. Miraron al anciano que era el único que llevaba una vestimenta diferente, el encargado de pronunciar las palabras que  proclamarían su amor infinito, pero dejaron de mirarle enseguida. Se dieron la vuelta hacia los testigos. Parecían tristes, emocionados por el evento. No todos querían que se casasen, pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, pero pronto el anciano lo rompería. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.

El anciano, con su uniforme lleno de medallas, se había separado de ellos mientras decía lo que debía decir. En esa boda no había alianzas…ni enemistades. Tampoco traiciones ni venganzas. Mucho menos rencores. Solo había miedo, incomprensión, debilidad y cobardía. En esa boda solo había un hombre con algunas partes amputadas y a punto de desintegrarse por completo. Había cinco dedos presionando cinco gatillos y una mano presionando otra mano.

Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos…perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados. Tal vez fue también la debilidad lo que llevó a esos dos soldados ante aquel altar. Pero la fortaleza les hizo mantenerse allí parados, juntos, en silencio, esperando el fin de su boda. Un fin que llegó pronto. El sonido de las diminutas campanas cesó, los cinco dedos se levantaron, los dos soldados cayeron… sus manos siguieron unidas. La muerte no les separó.

1 comentario:

  1. Que bonitoooooooo es el amor, pero que fea es la guerra.

    Muy bueno Marcos, me ha gustado mucho mucho.

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