jueves, 23 de mayo de 2013

Anclaje y Deriva



Sentado frente a la ventana, como todos los días, observaba. Es lo único que hacía. No se aburría, no se agobiaba, solo esperaba y observaba. Hacía tiempo que no tenía ganas de comer. Se había encerrado en esa casa, oscura, olvidada y fría. La única luz que entraba era del exterior, pero no era suficiente para ver las formas de esa estancia con claridad. Había pasado tanto tiempo que incluso si quisiese salir no podría, había olvidado donde estaba la puerta a pesar de lo pequeña que era la casa. Tampoco creía que pudiese abrirla después de tanto tiempo cerrada. ¿Qué más daba? De ese lugar ni siquiera era interesante lo que se veía a través de la ventana. Rocas que formaban un suelo irregular y peligroso, rocas bajo un cielo encapotado que parecía no querer abrirse nunca, rocas que recibían todos los días la furia del mar. Las olas rompían erosionándolas sin piedad, engullendo cada día un poco más de ellas. Pero, por bravo que se mostrase el mar cada día, había algo que nunca engullía. Era un hombre, un anciano que todos los días estaba sentado en una de esas rocas junto al mar, junto a su antigua y pequeña barca. Cada día llegaban personas caminando inseguras entre las rocas, dispuestas a subir a esa barca. El anciano apenas intercambiaba palabras con ellas antes de que se subiesen a su pequeño transporte. Cuando los viajantes estaban ya acomodados él comenzaba a remar.


El mar despreciaba a esa barca y su dueño. Les dejaba avanzar sin problemas hasta que se perdían en el horizonte. Se preguntaba dónde les llevaría, qué haría con ellos, pues siempre volvía solo. A veces le esperaban nuevos pasajeros en la costa. Sin importarle volvía a poner rumbo hacia la misma dirección, siempre al mismo lugar, pero ¿qué lugar? Se había fijado y nunca le había parecido ver que los viajeros pagasen al anciano, pero tampoco les forzaba a subir. Tenía curiosidad por saber algo más sobre ese viejo, pero estaba bien en el interior de esa casa. Se había convertido en su hogar y fuera el frío era más insoportable de lo que era allí dentro.

Si estaba allí no era por aquel anciano, en realidad le daba igual todo lo que tuviese que ver con ese viejo barquero y las personas que llevaba en su ponzoñosa barca. Le daba igual que un día las olas se llevasen su humilde casa sobre las rocas. Todavía no se perdonaba lo que había hecho y las consecuencias que había tenido. Se pasaba las horas mirando por la ventana porque si cerraba los ojos o intentaba dormir, las imágenes pasaban claramente ante sus ojos. Pero a pesar de pasarse el día mirando rocas, agua, a un viejo y su barca, no podía evitar recordarlo en algún momento. Lo mejor que podía hacer era quedarse allí parado, sin hacer nada más que esperar. Cada vez que intentaba hacer algo lo estropeaba. Esas olas destrozan las rocas que se encuentran junto al mar, al igual que el acababa destrozando las vidas de los que le rodeaban. Lo que más le dolía era que no podía hacer nada para evitarlo, todo se debía a malas decisiones, y al contrario que pasaba con el mar, la furia aparecía una vez causaba el daño.

De pequeño, cuando sus padres le cuidaban y sentía que nada le podría a pasar a él, esa ola de muertes a su alrededor comenzó. Había convencido a su madre para ir a pasar el día fuera con ella, coger el autobús y no volver hasta la noche, cuando su padre volviese de trabajar. Su madre no quería, pero él insistió, seguro que sería un día genial que no olvidaría. Todavía hoy, sentado en esa silla, frente a esa misma ventana de siempre, lo recordaba. Su madre se quedó dormida junto a él en el asiento tras un frenazo que tuvo que dar el conductor. Todos los pasajeros bajaron menos ella. Debía de tener frío, porque la taparon con una manta desde los pies a la cabeza. Hasta que no vio a su padre no fue realmente consciente de lo que había pasado, de lo que había hecho. Ese día no pensó que fuese su culpa, de hecho se la echaba a aquel conductor. Maldecía su suerte por ser su madre la única que falleció en ese accidente, pero su padre no lo veía así. Apenas hablaba con su hijo, apenas se molestaba en mirarle. Y cuando lo hacía era con una mirada llena de rabia. Una rabia que al igual que la de ese mar acabaría destrozando al niño, ahora un adulto atormentado. Después de aquello, un día después de que le dejase claro a su hijo que él había sido el culpable por ser un caprichoso y un consentido, se fue con su mujer. Al principio pensó en lo injusto que había sido su padre. Él no se imaginaba que hubiese podido pasar eso, y menos que él fuese el culpable, pero la verdad es que se puso pesado la noche anterior y esa misma mañana. Sus padres le habían convertido en un caprichoso cada vez que cedían. Su madre cedió una última vez y su padre jamás fue capaz de ver que la culpa de que eso sucediese, si hubiese que buscar algún culpable, fue más suya que de su hijo.

En su cabeza ya había un culpable…y era él mismo. No solo por lo que le pasó a su madre o hizo su padre después, también recordó a su amigo. Antes de que le metiesen en un orfanato, los padres de su mejor amigo decidieron quedarse con él. Seguía yendo al colegio, un lugar horrible cuando cargas la muerte de tus padres. Desde el suicidio de su padre mucho se había comentado entre los vecinos. Algunos niños le tenían miedo, él solo podía esperar como hacía en ese momento, esperar a que el colegio acabase. No era tan terrible junto a su amigo, que era como un hermano para él. Siempre le defendía y le cuidaba, siempre. Cuando estaban a punto de terminar el instituto seguía haciéndolo. De niño había sido muy alegre y sociable, pero la muerte de sus padres provocó, inevitablemente, que la desconfianza del chico aumentase convirtiéndose en un marginado. Ignoraba los ataques de sus compañeros, hasta que un día no pudo más y asestó un golpe a un chaval con el que nadie solía meterse. Dijo cosas que le hicieron perder el control, fue la única vez que actuó como el revolucionado mar de aquel olvidado lugar. Se dejó llevar por la ira, pero no se llevó por delante a aquel muchacho. Su amigo intercedió por él, la pelea se acaloró y perdieron el control. Los puñetazos terminaron con un fuerte empujón, la pelea terminó con un sonido seco, las risas y gritos de los que jaleaban cesaron con la imagen.
Lo había vuelto a hacer, y ahora lo veía más claro que nunca, había sido por su culpa. Hubiera deseado no ver esas caras que denotaban tristeza, culpa, rabia, asco y pena cuando le miraban antes de entrar al orfanato. Las caras de los que habían sustituido a sus padres durante estos años lo decían todo. Le juzgaban de una forma más dura que al joven que había causado de forma directa la muerte de su hijo. Sin palabras decían lo mismo que le había dicho su padre cuando no era más que un niño.

En el orfanato jamás habló, jamás se acercó nadie, jamás miró a los ojos de ninguno de los que se encontraba allí. No respondió a las provocaciones, no hizo nada. Cuanto menos hiciese menos daño haría. También evitaba pensar. Cada vez que recordaba a su madre, a su padre o a su amigo, recordaba su última imagen. Si pensaba en qué dirían les veía echándole la culpa de todo. Había metido a su madre en ese bus, a su padre en esa tortura mental y a su amigo en esa pelea. Fuera no le esperaba ningún futuro y allí dentro se estaba volviendo loco. Al final pudo sentir la locura, pero una locura muy diferente, una locura a la que algunos llamaban amor. Había intentado ignorarla, evitarla e incluso advertirla. Pero conseguirlo era tan difícil como ignorar y evitar lo que estaba empezando a sentir. Fue la única que verdaderamente se preocupó por acercarse a él, por conocer su historia. Fue la única que demostró no tenerle miedo.

Al final se convenció de que ella podía sacarle de todo eso, de que era una oportunidad de comenzar una nueva vida, formar su propia familia y no volver a cometer errores que arrastraran a nadie a la muerte. Ella le dio esperanzas y fuerzas, le sacó de su constante tortura. Se prometió que jamás vería a un ser querido morir por su culpa. Salieron de ese lugar juntos. El principio no fue fácil, pero se mantuvieron unidos. Con esfuerzo consiguieron un trabajo y un hogar. Estaban preparados para formar una familia, para criar a su hijo sin errores. Pero cometió otro error, un último error.

Era de noche y llovía, pero se empeñó en seguir conduciendo. Ella le pidió que parasen en algún lugar de camino para descansar, ya reiniciarían el viaje de día. Él se negó, la había prometido llegar al hotel ese mismo día y por varios errores suyos al seguir las indicaciones había cogido otra carretera y perdido muchas horas al volante. Quería recuperarlas, llegar esa misma noche al hotel. La lluvia era tan intensa que el parabrisas no daba abasto, la visibilidad era casi nula y el cansancio comenzaba a hacerse notar. Se juró que dormiría con la mujer de su vida y su hijo nonato en aquel hotel, refugiados de la lluvia, esa misma noche. Dormiría con ella, dormiría…y se durmió. Ella gritó, pero el coche ya había salido de la carretera traspasando el quitamiedos y precipitándose por un terraplén. A penas recuerda despertarse antes de darse un golpe en la cabeza. Su mujer estaba bien…no se podía decir lo mismo del bebé que llevaba dentro. Esa muerte fue la más dolorosa, no podía cargar con ella en la conciencia. Su madre, su padre, su amigo…y ahora su hijo, un hijo que no había si quiera nacido.

No se despidió, no hubiese podido hacerlo. Se fue sin nada a aquel lugar, a aquella casa junto al embravecido mar. Juró no moverse nunca más, no hacer nada que pudiese hacer daño a los demás, no tomar decisiones, no quería volver a ver como moría la gente a la que amaba a su alrededor, ahora solo vería a aquel anciano recoger gente en su barca y esperaría a que el mar le barriese como el barrió la vida de sus amigos y familiares.

Allí estaba, sentado, esperando, había perdido la noción del tiempo. Seguían llegando más personas entre las rocas, personas que no conocía ni quería conocer, personas que embarcaban a un lugar desconocido, personas que se iban con aquel anciano. Y entre tantas personas, un día la vio a ella. Se movía sola entre las rocas, avanzaba hacia el anciano. Se sobresaltó al verla y, por primera vez en mucho tiempo, se levantó de la silla. Se había apartado de ella y ella había ido a buscarle ¿Por qué? Debía permanecer alejado, oculto, no quería volver a meterse en su vida, no quería hacerla daño involuntariamente. Ella solo trató de ayudarle, confió en él cuando solo eran unos críos, pero al final él echó todo a perder como siempre, la destrozó la vida. Esperó observando, esta vez levantado. Pudo ver como, después de hablar con el barquero, se subía a su barca. ¿Y si era una trampa? ¿Y si el anciano le había dicho que la llevaría ante él y lo que hacía era matarla en alta mar como seguramente hacía con todos? Tenía que ayudarla, moverse por primera vez para salvar a alguien y no causar su muerte. Buscó la puerta, se tropezó con cosas en el suelo que ya no recordaba cayendo al suelo, pero al final encontró la puerta cerrada a cal y canto. Dio varios empujones con el hombro hasta que consiguió tirarla abajo. Salió de la casa, corriendo entre las rocas, salpicado por el mar, acercándose al lugar. El anciano ya no estaba, su mujer tampoco. Se podía vislumbrar la barca, alejándose. Gritó y agitó los brazos hasta que, cuando se percató de que no había nada que hacer, se sentó en la roca preocupado, observando, esperando que el mar hiciese su trabajo y le arrastrase hacia el interior acabando con todo o que él volviese, lo que sucediese antes; sucedió antes lo segundo. La barca se acercaba lentamente, solo con el barquero sobre ella, como siempre. Mientras se aproximaba se levantó. No sabía que iba a decirle, no sabía qué hacer, solo quería estar con su mujer.

La barca al fin tocó tierra, sin pensarlo dos veces se abalanzó contra el anciano y le zarandeó preguntando qué había hecho con ella. Él le respondió que estaba en un lugar al que él no podía ir, por lo menos de momento. El desesperado hombre tiró al barquero al suelo y comenzó a golpearle repitiendo una y otra vez las palabras “llévame con ella”, “llévame con ella”, “llévame con ella”. El anciano, desde el suelo, pudo coger su remo y estampárselo en la cabeza a su atacante. Al cerrar los ojos todo desapareció, las rocas, el cielo gris, el mar, el sonido de las olas, la casa, el barquero, la barca, pero no duró mucho inconsciente. Volvía a abrir los ojos, pero para ver unas paredes blancas, unas cortinas verdes, una máquina, una cama y un hombre frente a él. “llévame con ella” continuó diciendo débilmente. Este hombre no se opuso a hacerlo. “Irás, irás con mi hermana, claro que irás, es lo que mereces”, es lo que dijo antes de quitar el apoyo de su cabeza y colocarlo sobre su cara. Las imágenes volvían a desvanecerse, el oxígeno se acababa y un constante y molesto pitido resonaba en sus oídos.

Al abrir los ojos volvía a estar sobre esas rocas, frente al barquero. “Ahora si te puedo llevar con ella” le dijo con calma y sin heridas en la cara. Se levantó siguiendo al anciano hacia su barca. Se subió sin decir nada y esperó a que el misterioso hombre pusiese rumbo hacia su destino. Después de casi una hora navegando en silencio, el anciano dejó de remar. No habían llegado a su destino, no había nada alrededor, solo mar, un inmenso mar en el que parecían haberse perdido, en el que parecía que nunca podría vislumbrarse tierra firme. Preguntó enfadado dónde estaban, dónde estaba su mujer “Estamos donde comienza todo, donde todos os perdéis, el lugar al que yo un día os devuelvo. Ella decidió venir aquí por su propia voluntad después de que ahogases a su bebé antes de que siquiera pudiese perderse. Pero tranquilo, ella está ahora a salvo buscando su camino de nuevo. Si quieres encontrarla has de tirarte, pero he de decirte que nunca la encontrarás ahí abajo”.

Sin dudarlo, el atormentado hombre se tiró al mar dispuesto a hacer algo bien en la vida, a salvar a alguien. Pasó varios meses buceando, buscando a la mujer que le había salvado y que ahora él no era capaz de encontrar. Pasó nueve largos meses bajo el agua hasta que no pudo más y tuvo que salir a la superficie, buscando oxígeno, buscando vivir. Ahora sabía que jamás volvería a verla, tal y como dijo el barquero. Al emerger y abrir los ojos pudo ver de nuevo cortinas verdes, paredes blancas, una máquina, una cama y un hombre frente a él que se dirigía a una mujer pronunciando las última palabras que recordó oír, las primeras palabras que jamás recordaría haber escuchado. “Enhorabuena, es un bebé sano y precioso”.

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