lunes, 13 de octubre de 2014

Corazón Envenenado(III)





ACTO III
INCONTROLABLES LLAMAS




El estruendo del bosque era atronador a pesar de ser tan solo cuatro caballos los que golpeaban el suelo. La rapidez a la que viajaban era a la que debían haber viajado desde el principio, pero era agotador hasta para los jinetes. Todo lo que podía haber salido mal salió mal. Tuvieron que desviar su rumbo y forzar a los caballos hasta el límite, no era fácil ser más rápido que las noticias.
A pesar de la velocidad del viaje se permitió desviar la mirada más de una vez hacia el condestable, que miraba al frente muy serio, agazapado sobre su montura. 

Sabía que debía hacer ese viaje solo con el príncipe, ir hacia el monasterio fronterizo directamente. Sabía que en la guarida de esa ladrona no encontrarían el cofre. El destino la puso frente a ellos por un motivo diferente. Tal vez sin motivo. Posiblemente la única razón fue la que dio  el condestable, recibir la paliza que la vida le debía. Los golpes no fueron lo peor que pudo recibir, ni mucho menos. Presenciar esa amputación, escuchar los gritos de ese crío, oler la sangre que salía de la herida. Fue excesivo. Un ladrón debe pagar, pero no de esa manera.

El condestable lo hizo sin pensar, dejándose llevar tan solo por la ira y el rencor, por la infección de sus propias heridas, sin pensar en su misión. Todo se había jodido ¡Todo! Y más que podía joderse. Por eso debían ser rápidos, el reino temblaba desde hacía días, sí, pero ahora su gente empezaría a sentir el temblor. Si su compañero de viaje no hubiese abierto la boca de esa manera... Ahora ya todos en esa ciudad sabían que el rey había sido envenenado y se estaba muriendo. La noticia no tardaría en llegar al resto de ciudades dispuesta a propagar confusión y miedo. El caos.

De vez en cuando miraba a la ladrona tambaleándose sobre el caballo. Tenía toda la imagen de una damisela en apuros...a veces deseaba que lo fuese. Pero sabía que cuando despertara nada bueno ocurriría. Con ella estaban en peligro, pero sin ella estaban directamente sentenciados. Cuánto hubiese deseado que fuese una chica inocente que se conformase con permanecer encerrada en una taberna trabajando para su padre. El hecho de que no fuese una princesa desvalida encerrada en una torre como las que tienen en otros reinos había propiciado esa situación. Luchando por proteger al reino parecía haberlo condenado. Y, curiosamente, muy al fondo de su ser, no sentía miedo, ni se reprochaba nada. ¿Por qué entonces no podía dormir por las noches?

Era imposible que nadie llevase la noticia antes que ellos. Pero, ¿qué harían cuando llegasen a la ciudad más conflictiva, el último pueblo que se arrodilló? Ni ellos mismos lo sabían. Podían intentar mantener la calma y usar el decreto como medida de contención, pero ¿sería suficiente? Dioses, su misión se estaba complicando.
El tiempo que perdieron cuando al príncipe le dio otro ataque al ver el brazo del niño cercenado no le tranquilizaba. Esperaba que durante el viaje no le diese otro. En ese momento estaba adormilado, si no se dormía del todo era por el ritmo del viaje.

Llegaron a un manantial en el que el guardián decidió detenerse, a pesar de la negativa del condestable. Los caballos necesitaban beber.
-¡Nunca llegaremos, la ciudad está a dos días más de viaje!
-Nunca llegaremos si los caballos mueren de agotamiento. ¡Tardamos más en discutir que en descansar!
El condestable cedió.
Esa noche a penas durmieron. Tres horas y media se permitieron descansar. Y la ladrona no despertaba, en otro momento tal vez le hubiese preocupado.

Al día siguiente tuvieron la suerte de encontrar un río en el que pudieron reponer a los caballos, junto al que  un hombre se refrescaba. Antes incluso de que bajasen del caballo el hombre les miró con desconfianza. No saludó ni siquiera con un sencillo gesto, dejó de beber agua repentinamente y se dirigió con paso lento al caballo. Parecía querer fingir una tranquilidad que no mantenía. El guardián miró al condestable, después miraron a los guardias que les acompañaban. Las noticias iban por delante, pero se habían retrasado demasiado. El hombre se montó al caballo y se fue trotando del lugar.
-¡Esperad! Gritó el condestable.
El hombre no hizo caso.
-¡Os digo que esperéis!
-El hombre aceleró.
-¡Si no os detenéis os arrestaremos! ¡Somos hombres del rey!
-El hombre se detuvo. Giró la cabeza, les miró, agarró con fuerza las riendas y huyó cabalgando a gran velocidad.
-¡Una vez más vuestra boca no ayuda!-Protestó el guardián dirigiendo su caballo tras el fugitivo.
El condestable y los demás no hicieron comentarios y fueron tras el guardián. Lo que les faltaba en ese momento era una persecución.

Era un mensajero. Habían reaccionado rápido ante una situación delicada que se estaba ocultando. Era lógico que reaccionasen con cautela y decidiesen informar cuanto antes a las ciudades aliadas. La capital estaba en crisis y se la estaban ocultando a sus habitantes. Eso restaba confianza y reforzaba la posibilidad de una rebelión. La primera crisis después de tantos años y tenía que suceder mientras él era guardián. Un nuevo golpe de la vida, tal y como diría el condestable.
Sus caballos eran más rápidos que los del mensajero, pero estaba más cansados, tuvieron que forzarlos demasiado, más de lo que le hubiese gustado. El caballo en el que viajaban el guardia alto y la ladrona se desplomó, el cuerpo de la ladrona salió disparado y el del guardia quedó aplastado.
-¡Mierda!-El guardián no podía parar, no podía dejar escapar al mensajero. Miró el cuerpo de la ladrona sin dejar de avanzar. Ya no era útil, ya no era útil, ya no era útil. Solo un estorbo, una herramienta usada aunque todavía afilada, dispuesta a ponerse en su contra. En cambio ese mensajero tenía la caja de los truenos en su poder. Si las noticias llegaban antes que ellos...tal vez el resultado fuese el mismo, pero si llegaban con tiempo cabía la posibilidad de controlar la situación.

El condestable también se percató de la pérdida de la ladrona.
-¡No la dejéis ahí, volved a cogerla!
-¡Ni hablar! ¡Tú solo no le cogerás!-El caballo del condestable era el más robusto, pero al que más habían forzado.
Sin decir nada, el otro guardia giró para volver sobre sus pasos. Pero lo primero que hizo no fue dirigirse hacia la ladrona, sino hacía su compañero malherido.
La persecución continuó con ellos dos solos. El mensajero no dejaba de mirar hacia atrás, en su cara se reflejaba claramente el miedo que sentía. Solo estaba haciendo su trabajo en favor al reino...tal y como hacían ellos. Se amputaban manos, se apalizaban a mujeres, se silenciaban a hombres...todo era por el reino, todo era justicia. Justicia que se contradecía, una justicia entendida de formas diferentes por los hombres, una justicia que en el fondo no existía. La justicia del hombre es tan compleja que acaba destruyendo a unos y favoreciendo a otros, hasta que descompone una región, un país, un mundo entero.

La justicia era matar a ese mensajero. No era justo para él, desde luego, pero era justo para las personas que morirían si se desataba una guerra. La justicia es que él fuese guardián, pero había leyes que la justicia había dictado y que no le dejaban ejercer como tal. La justicia decía que él había traicionado a su rey por golpearle aquella mañana, pero solo trataba de proteger al príncipe, ser justo. La justicia solo es la expresión del egoísmo, adaptada por cada cual para la meta que quiere lograr de la manera que la quiere lograr. La justicia no existía...no. De hecho la justicia era lo que dañaba realmente a los hombres libres que algún día poblaron el mundo. Solo había una justicia, la de la propia vida, ella ejerce su control de forma sabia, conociendo los porqué. Nada es más justo que ella. Empezó a sentirse extraño sobre el caballo.
Se lo habían arrebatado todo a ella. Su mundo era, era...Algo le espabiló, algo por lo que había rezado que no apareciese. Las convulsiones eran más violentas que nunca. El caballo se puso nervioso mientras el muchacho no dejaba de moverse de un lado a otro. En cualquier momento se caería de la montura.

Asió las riendas con fuerza y tomó el control como pudo. Pudo hacerlo, y de hecho le benefició más de lo que hubiese pensado, pues debido al susto el caballo incrementó la velocidad, adelantando al del condestable. Él se echó hacía el príncipe para presionarle contra la crin del equino y evitar que acabase cayendo al suelo.
-Aguanta por favor, aguanta.-Era un susurro dirigido a príncipe y caballo.
El mensajero se desvió del camino metiéndose entre los árboles en un intento fallido de despistarles. Pasaron varios minutos tras el mensajero. Los tres caballos perdían velocidad, ellos tenían dos oportunidades, él solo una. Pero no hizo falta esperar a que algún caballo muriese de cansancio, solo hubo que esperar al árbol. El sonido que produjo el animal al estrellarse contra la corteza de uno de los muchos árboles fue repentino y desagradable. Su jinete también acabó con la cara sobre el tronco, cayendo al suelo junto a su compañero de cuatro patas. Lo habían conseguido.
  
Tenía una herida abierta en la frente y otra en la mejilla derecha, nada excesivamente grave, solo parecía un poco mareado. Cuando abrió los ojos lo primero que vio tuvo que ser el acero del condestable sobre su garganta; lo primero que vieron ellos fue nuevamente el miedo.
-Te pagarán bien, espero.-No sonó a burla tanto como se podría esperar.
-No...no me dais miedo. Solo estoy haciendo mi trabajo...estoy sirviendo al reino, lo mismo que debíais estar haciendo. ¡Corruptos!
La espada del condestable se hundió levemente en la carne.
-No permito que un cobarde ignorante me acuse de corrupto.-Apretó los dientes mientras introducía la espada.
El mensajero se cagó sobre la hierba. A ninguno le sorprendió más que al propio mensajero.
-¡Vale! Vale...vosotros no sois corruptos, solo servís como yo...pero, pero...pero el rey y sus consejeros lo son. Pretenden ocultar una crisis como esta solo para...para mantener el poder.
-Reitero lo de ignorante...-Si no introdujo más la espada fue porque le mataría.
-Dadnos la carta.-Ordenó el guardián.
-No puedo, señor. Las cartas que me encomiendan son...
-¡Que nos la des!-Gritó el condestable.
-Sí, sí...la tengo aquí.
Cuando se echó la mano a uno de sus bolsos, el condestable agarró con más firmeza la espada y el guardián colocó una de sus manos sobre la empuñadura de la suya. Finalmente sacó un pergamino que el condestable abrió y leyó.


Cuatro hombres, un joven y una mujer con un decreto real, han parado hoy en nuestra ciudad. Aplicaron la antigua justicia del rey amputándole la mano a un pequeño ladrón y gritaron que el rey había sido envenenado encontrándose en el momento que escribimos esta carta moribundo y descontrolado, atado a una cama. Dos de los hombres parecían nobles de alto rango por sus ropas y su forma de hablar y caminar. Algunos pudieron ver el sello real en el pergamino. Parece que viajan con el propósito de asegurar las ciudades y, posiblemente las fronteras, aunque eran pocos hombres para tal propósito. No descartamos la movilización en pequeños grupos de más hombres para el control del reino.

Si alguien a querido matar a nuestro rey debemos unir nuestras fuerzas con ellos, pero si nos quieren ocultar tal suceso puede que sea porque los urdidores mueven los hilos de la corona. Hemos mandado más mensajeros a las ciudades más cercanas. Esperamos que hagáis lo propio con las ciudades situadas más al norte. Debemos reunir a los representantes de gobierno de todas las ciudades para tomar una decisión.

Fdo: (Ininteligible)


El guardián alzó la cabeza y miró a su compañero
-Se acabó. Soltad vuestra espada.
-¡¿Qué?! ¿Qué pone? Deberíamos por lo menos arrestarle.
-No. Hay más mensajeros, como era de suponer. Han percibido la gravedad del asunto.
-Entonces...
-Cuando lleguemos ya estarán prevenidos. Pero en la carta instan al diálogo. Podemos todavía mantener la calma.
-¿Dialogar? ¿Sabes a que ciudad nos dirigimos, verdad? El último reducto de opositores en los tiempos de su bisabuelo.
Señaló al príncipe que había dejado de convulsionar antes de que la persecución hubiese terminado. El guardián lo había bajado del caballo y colocado sobre la hierba, durmiendo plácidamente.
-Hace mucho de eso. No alzarán las armas, saben que tendrán en contra al resto si quieren dialogar. Les contaremos la verdad, nos escucharán y entenderán. Seguro que nos apoyan.
-¡Dame esa carta que te ha convencido tanto!-No le dio tiempo a que se la diese, antes se la arrebató de un tirón.

En el tiempo que el condestable leía él miraba al mensajero, hundido en su mierda. Se parecía al relato que narró aquella noche el condestable. Un hombre inocente sobre su propia mierda a punto de morir para prevenir un mal mayor. No era tan diferente al condestable. Él también había utilizado el cuerpo de una mujer para su beneficio, aunque obtuvo un placer diferente y tampoco se sintió un dios creador o destructor, solo un dios protector. Lo que siempre había soñado. Él no le había amputado la mano a un niño, pero habría dejado morirse a esa ladrona en aquel bosque, inconsciente y pasto de animales y hombres más animales que los propios animales.

El condestable y él buscaban lo mismo y sospechaban el uno del otro. En ese momento comprendió que el condestable no podía ser el envenenador. Lo sabía. Miró al príncipe, después otra vez al condestable y después al mensajero.
-Si no es ahora será pronto. El golpe siempre llega.
El condestable le miró por encima del pergamino.
-¿Qué dices?
-Si no nos movemos puede que se levanten en armas y el rey muera en su cama. Y si lo hacemos en una sola dirección puede que suceda cualquiera de esas cosas.
-¿Insinúas que debemos separarnos?
-Todavía no. Juntos debemos reunirnos con el máximo mandatario de la próxima ciudad. Una vez hablemos con él uno de nosotros se dirigirá a la reunión que con casi total seguridad celebrarán en el lugar más cercano de todas las ciudades, y el otro viajará al monasterio fronterizo. No podemos perder más tiempo.
-¿Y la guarida de la ladrona?
-Ese golpe pudo haberla matado. No estamos seguros. Y, en realidad no creo que ella tenga el cofre.
-¿Todavía os fiáis de ella? ¿Acaso no recordáis lo que consiguió aquella noche? Ella sabe dónde está el cofre.
-Y yo sé donde está el sol, pero no he encontrado la forma de hacerme con él.
-No podemos asumir riesgos, ya lo hemos hablado. El camino a la guarida, según nos señaló la propia ladrona, no es tan largo como el que lleva al monasterio. Es mejor intentar ganar tiempo.
-¿Y si no hay nada?
-Lo habremos perdido, pero no habremos arriesgado.
El guardián afirmó mirando de nuevo al mensajero.
-¿Qué hacemos con él?
El condestable se agacho agarrándolo por un hombro.
-¿Vas a contar algo de lo que ha pasado aquí?
-No, ser.-Aseguró con voz temblorosa.-Sé que en el fondo sois buena gente.
-Eso está bien, hombre. No sois tan ignorante como llegué a pensar. De hecho sois muy inteligente.-Le acarició la nuca.
El mensajero sonrió con el labio tembloroso, casi no le dio tiempo a mostrar una sonrisa más sincera cuando su cara impactó de nuevo contra el mismo tronco con el que se había estrellado. Y otra vez, y otra, y otra...aunque sobreviviese a los golpes jamás podría volver a sonreír.
-Yo también lo soy, y por eso no puedo dejaros con vida.
Un golpe más, un único grito más antes de que la cara impactase por quinta vez y dejase de respirar. Las heridas ahora sí eran graves, de hecho habían sido letales.
El guardián se encontró consigo mismo impasible, sereno, callado, observando. Debía haberlo detenido al segundo golpe, pero por fin el condestable había hecho algo inteligente: un asesinato que, más o menos, parecía un accidente. Podía decir en alto que lo sentía por el mensajero, pero en el fondo se sentía aliviado. El golpe llegó más pronto de lo esperado para él. Más bien, cuando todos lo esperaban.
-Pongamos rumbo entonces.
-Vamos.
Enrollaron el pergamino antes de meterlo en uno de los bolsos del cadáver. Las aguas volverían a su cauce.

No redujeron en exceso el ritmo, aunque en realidad el viaje estaba siendo más calmado ahora que tenían las cosas más claras. Al príncipe no le volvió a dar ningún ataque en la jornada que les ocupó, por suerte para ellos, pues desde que salieron de palacio sufría de ataques cada vez con más frecuencia e intensidad sin un motivo aparente. Los planes que tenía para él no pudieron llevarse acabo, aunque todavía quedaba mucho viaje por delante. Tal vez fuese mejor idea dejarlo en la siguiente ciudad, aunque siendo el príncipe podía usarse como moneda de cambio, poniendo en peligro su vida si las cosas se torcían. Mejor no separarse de su alteza.

Por la noche se mantuvieron en silencio junto a la hoguera, comiendo con tranquilidad lo que todavía llevaban encima. Por suerte para ellos los guardias llevaban también en sus caballos provisiones. En caso de que la ladrona y el guardia alto hubiesen muerto serían más que de sobra para el otro guardia. Para ellos dos también había suficiente comida.
-Siento la metedura de pata.-Interrumpió el condestable sus pensamientos con esas palabras que le pillaron por sorpresa.
-¿Cuál de ellas?-No pudo evitar mostrarse incisivo.
-¿Cuál va a ser? La de anunciar a los cuatro vientos que el rey ha sido envenenado...fue una estupidez.
-A no ser que pretendáis que cunda el pánico en el reino.-Sabía que no era así, algo en su interior se lo decía.
-Una lástima que sigáis sin fiaros de mi...guardián.
-¿Y lo decís vos? Os recuerdo que vuestra misión es vigilarme.
-No confío en la ladrona. Lo que hizo aquella vez...siempre pensé que fue cosa vuestra, que estabais enamorado de ella incluso, y que no pudisteis soportar lo que sucedió. Pero hoy he visto lo que habéis hecho por mantener el equilibrio del reino, dejar a esa mujer tirada cuando estábamos persiguiendo a ese hombre.-Apartó la mirada con cierta vergüenza-.Reconozco que me cuesta decirlo, pero creo que he estado equivocado durante mucho tiempo.
-Yo también con vos. No he querido decirlo en voz alta, pero creo que nada tenéis que ver con el envenenamiento del rey. No obstante...sigo desconfiando de su tío.
-No todos los tíos de los príncipes y reyes son usurpadores en los reinos ¿sabéis?-Se hecho a reír con una delicadeza impropia en él-.Puede que no se parezca a su hermano y nuestro antiguo rey en muchas cosas, pero sigue queriendo lo mejor para este reino.
-Siendo él quien se siente sobre el trono.
-Sentándose en él quien lo merezca.-Reafirmó con tono serio.
-¿Quién le envenenó, entonces?
Ambos miraron al príncipe, que comenzaba a balancearse mirando al fuego. Decidieron callarse.


El príncipe estaba ya dormido en su tienda. Pensaron que lo mejor era montar solo una para que durmiera uno de ellos con el príncipe mientras el otro vigilaba.
-Siempre soy yo el que cuenta historias sobre mis experiencias como soldado, pero vos nunca contáis nada. Sé que si llegasteis a guardián fue por la amistad que os unía al rey y por el error que cometieron otros, pero...
-No hay mucho que saber.
-¡Venga ya! Solo en este viaje...¡No! ¡Antes de salir de viaje un hombre más fuerte que tú os ha dado una paliza! Eso ya es algo.
El guardián forzó una sonrisa. El condestable seguía sin caerle demasiado bien, pero prefería tenerle de aliado que de enemigo.
-Haré la primera guardia. Ve a dormir con el príncipe.
El condestable obedeció no sin antes rechistar un poco por no poder escuchar esa historia antes de dormir. A veces era peor que un crío. Un crío capaz de cercenarle la mano a otro crío o de destrozarle la cabeza a un hombre contra un tronco.


Al día siguiente, tras dormir lo justo, retomaron su viaje a la misma velocidad que habían llevado los días anteriores. Los caballos estaban descansados y se notaba.
El paisaje no parecía cambiar demasiado según iban avanzando, la sucesión de bosques en ese basto reino era de sobra conocida por todos, pero siguiendo el camino era difícil perderse. No iban justo por el camino principal, a la velocidad a la que viajaban eran peligroso para los demás viajeros, cada vez más numerosos al acercarse a la conocida como última ciudad de la resistencia, pero lo seguían de cerca.
Y llegaron. Una ciudad como cualquier otra, no tenía nada en especial. Ajetreo matinal, gente riendo y maldiciendo, niños correteando, animales molestando... En la plaza había una estatua que el rey había permitido construir en la que se podía ver al general más importante que tuvieron en la ciudad luchando contra el guardián de un tatarabuelo del rey. Era evidente que batallas hubo en el reino, a pesar de no ser azotado por grandes guerras. Y al fin y al cabo hacía años que no había grandes problemas...hasta ese momento.

El condestable miró con desprecio la famosa estatua y, lo que es peor, a los habitantes del lugar. Algunos les señalaban, otros simplemente les miraban y otros les evitaban. Sabían a lo que iban, sabían quienes eran, no eran imbéciles.
Pasaron a buen ritmo entre ellos y se dirigieron al castillo situado al final de la corriente aunque bonita ciudad. Habían decidido no restaurar algunas marcas de las batallas del pasado, cicatrices que guardaban con orgullo incluso los más satisfechos con el monarca actual. Eran muestras de la fiera resistencia de un pueblo contra toda una nación, marcas del pasado que refuerzan la estabilidad y recuerdan a las nuevas generaciones lo que sucedió tiempo atrás, antes de que existiese tal estabilidad en el reino. Algunos ven esas marcas como señales de obstinación, errores del pasado que jamás debían volver a cometer. Unas marcas que nadie querría volver a sufrir, lo que haría más fácil evitar una guerra.

Al mostrar el decreto a los guardias de la entrada ambos se miraron reflejando cierta tensión. Hicieron llamar a un hombre que les acompañó, no sin antes desarmarles por completo. El castillo no destacaba por sus dimensiones. Era frío y triste, demasiado anclado en el pasado. Llegaron a una sala austera con varias mesas de madera situadas bajo un estrado en el que había una gran silla de madera.
La gente de las mesas, que tenía papeles y plumas sobre ellas e incluso jarras de cerveza que algunos se servían de un barril cercano, se callaron cuando les vieron entrar.
El hombre que les había acompañado, alto delgado y con un gran bigote castaño, les anunció. Por una puerta casi oculta tras la silla de madera apareció un hombre de rostro serio, también con un gran bigote, aunque este moreno, una cinta verde alrededor de la cabeza y un medallón con una inscripción en la frente.
  
Se sentó y les miró fijamente.
-No tenéis pinta de ser simples mensajeros.-Su voz atronó la sala.
-No lo somos, señor. Aunque podría considerarnos como tales.-Reconoció el guardián.
-Sé quienes sois, aunque no nos conozcamos en persona. A vuestro compañero, en cambio, le conozco.
Por la cara que ponía el condestable, no parecían viejos amigos.
-Entonces no hará falta decir que, junto a mí, el guardián de nuestro rey, se encuentra el condestable. Un hombre...
-Ya os han anunciado, no hace falta que os repitáis. ¿Quién es el crío?
-Vuestro príncipe, mi señor.
El hombre sentado sobre la silla de madera le miró dubitativo.
-¿Qué hace aquí?
-Es posible que os lleguen mensajeros en algún momento. Si no os han llegado ya, pero nos vemos en la obligación de adelantarnos e informaros sobre el envenenamiento de su padre, el rey.-Agarró al príncipe por los hombros con fuerza para evitar que sufriera un ataque, aunque casi seguro no surtiría efecto.
-¿El rey envenenado?-Dejó de fruncir el ceño para mostrarse sorprendido, solo habían enviado un mensajero a esa ciudad, el que habían interceptado ellos. Mejor así.-¿Quién a hecho tal cosa?
-Se esta investigando, mi señor. Pero no queríamos que lo supierais por terceros. No se trata de una maniobra silenciosa para cambiar la corona y las leyes que amparan a esta y otras ciudades. Al contrario, necesitamos vuestro apoyo. Ya sabréis que la capital os recompensará como es debido, sobreviva el rey o no. Por eso nos hemos traído al príncipe, debemos asegurar un heredero legal.
-¿Quién gobierna ahora, entonces?
-El tío de nuestro rey se está encargando de todo. Nos ha enviado para mantener las relaciones diplomáticas importantes. Sabemos que muchos fugitivos están organizados en grupos resistentes que hace años no actúan y que podrían ver en esto una oportunidad. También es posible que algunas ciudades decidan tomar la iniciativa para mejorar su estatus y hacerse con el control, no os lo negaremos, es una situación delicada.
Estaba siendo un vil mentiroso a la par que lo más sincero posible. El condestable le miró de reojo con desconfianza. Si mentía tan bien, ¿qué le impedía mentir sobre el asunto del envenenamiento? Seguro que era lo que le estaba pasando por la cabeza
 -¿Acaso no considera vuestro condestable, esta como la ciudad más problemática y la que, con mayor probabilidad, decida tomar la iniciativa para hacerse con el control?
-¡Oh no! Sabemos que no sois tan estúpidos, solo que...
-¿Estúpidos? ¿Nos consideraríais estúpidos por aprovechar un punto débil del que fue nuestro enemigo, el hombre que nos sometió?
-¡Ese hombre se ganó el derecho de gobernar! Sus antepasados consiguieron dominar el reino sin grandes guerras ni enfrentamientos.-Para sorpresa de todos no fue el condestable el que se dejó llevar por la ofensa, sino él mismo.
-Bien que batalló para asegurar el reino, no salió a sus antepasados, parece ser.
-Le obligasteis. ¿Quién decide enfrentarse a un rey que mantiene el equilibrio de un reino sin luchas y con justicia?
-El que tiene oportunidad de hacerlo, claro.
-¿Esos fueron vuestros motivos? ¿Por qué teníais la capacidad suficiente para hacerlo? Entonces sí que sois estúpidos.
El condestable miró al guardián sorprendido. Apretó los dientes para reprochar en silencio, pero el guardián decidió no hacerle caso a pesar de que sabía que le estaba mandando señas.
-Estúpido es venir a mi castillo a insultarme.
-¿Vais a encarcelarnos?-Preguntó desafiante.
-Sé lo que pretendéis y no voy a caer. Todos sabemos qué pasará si os arrestamos al poco de que todos conozcan la noticia del envenenamiento. Aunque, permitidme por lo menos deciros que como conservadores de relaciones diplomáticas sois nefastos.

Al día siguiente comenzaron a llegar informaciones de otras ciudades. Todo el reino conocía ya la noticia. En efecto, se iba a celebrar una reunión en la ciudad más central del reino para deliberar sobre cómo debían abordar el problema. Tal y como habían decidido, uno de ellos acudiría a la reunión mientras otro esperaría la llegada de la ladrona y los guardias que la acompañarían.
El guardián hubiese preferido ir directamente al monasterio fronterizo, pero tampoco le hacía mucha gracia tener que esperar a ladrona e ir juntos a su guarida para cerciorarse de que no tenía el cofre con las bayas. También tenía que  asegurarse de que el príncipe se mantuviese a su lado el mayor tiempo posible, y si había que ser diplomático desde luego prefería ir él mismo a la reunión. Había prometido al condestable no volverse a dejar llevar por la ira por muy mal que hablasen de su rey.

Finalmente así fue. Partió junto al príncipe y al representante de gobierno de la última ciudad de la resistencia a la asamblea que se celebraría en una ciudad situada más al sudeste, es decir, que se alejaban bastante de la dirección del monasterio y se acercaban considerablemente a la guarida de la ladrona situada más al este del reino. El condestable sería el que esperaría a la ladrona y partiría junto a ella.
Esperaba que el tiempo que perdiese en la reunión fuese el equivalente al que perdieran ellos en la guarida de la ladrona para así poder alcanzarles e ir juntos al monasterio fronterizo.

Partieron al día siguiente con una comitiva numerosa. No cruzó palabra alguna con ningún soldado, ni siquiera con el príncipe. Fue un viaje más incomodo que los que tenía con el condestable, pero sabía lo que tenía que hacer. Se alojaron en campamentos que levantaban en espacios amplios del bosque, para proseguir su viaje al día siguiente.
A él le dejaban dormir junto al príncipe en una de las tiendas. El príncipe no hablaba mucho, pero a veces se le quedaba mirando con unos ojos extraños.
-Debería hacer algo.-Pronunció el joven en la oscuridad de la tienda.
-Vos no debéis hacer nada, para eso estoy yo aquí. Solo debéis manteneros lejos de palacio y cualquier desconocido, y observar.
-Veo el fuego. El fin.
-¿Cómo?-No poder ver el rostro de quien decía tales cosas, aunque fuese el príncipe, le inquietaba.
-Deberías enseñarme a blandir una espada. Sé que dentro de poco lo necesitaré.
-¿Por qué lo dices?-Cada vez entendía menos al muchacho.
-Se acercan...lo siento. El reino impenetrable, ella...he visto su nueva prisión, su compañero de celda, sus alas. Pronto se desplegarán, cuando ambas cadenas se entrelacen. Y eso solo será el principio. He visto las bayas, el fuego junto a ellas...fuego sobre más fuego. Llamas de otro color. He visto mi muerte, la de mi padre...y la tuya. He visto tu muerte. Te he visto muerto. Te veo muerto. No...ya no te veo, ya no te veo. No quiero dormir. No quiero hacerlo para siempre...Sé por qué estoy aquí realmente. Y tengo miedo.

No le dieron convulsiones, no deliraba, no hablaba en sueños. Estiró el brazo. Le acarició una mejilla, húmeda. No le veía, pero sentía el miedo. Y ahora se había dado cuenta él también. Ese muchacho no estaba simplemente traumatizado por lo que vio aquella mañana en el jardín. Ese muchacho veía algo más, algo muy enquistado en su interior que no podía extraer ni descifrar. Necesitaría su ayuda para liberarse de ese peso. Y la tendría. Pero necesitaba tiempo.

Dos días después de llegar al punto de reunión y de organizar a los soldados, cada representante de las ciudades principales se presentaron en el edificio acordado, en una estancia austera con una mesa de piedra en el centro y banderas de sus respectivas regiones en cada rincón de la sala, tras el asiento que ocupaba cada uno de ellos. La reunión había comenzado.
Cada uno de los representantes llevaban uno de los obsequios que el rey les había otorgado con un título. El gobernante de la última ciudad de la resistencia mantenía el medallón en la frente con la palabra que ahora sí alcanzaba a leer, “voluntad”. El rey también le había obsequiado a él con algo más personal como guardián.
Todas las ciudades parecían estar de acuerdo en sitiar la capital y no dejar que nadie saliera hasta atrapar al asesino. Cada ciudad enviaría a dos agentes especiales para investigar y sus mejores doctores para tratar al rey. También utilizarían efectivos para rastrear a cualquier persona que hubiese salido de la ciudad en los días anteriores al sitio. Si se quería mantener la estabilidad había que tomar medidas rigurosas. Evidentemente, el actual mandatario, tío del rey y principal sospechoso no se tomaría bien todo esto, por lo que primaba que los documentos que declaraban al príncipe como heredero legal se firmasen rápido.

La sorpresa llegó cuando uno de los representantes sugirió que el sitio tuviese como objetivo no evitar que el asesino escapase, sino desgastar al tío del rey. Según aseguraba, con el rey a punto de morir y su joven hijo como heredero el reino no tenía asegurada la prosperidad de antaño ni aunque se cogiese al asesino. Era la oportunidad de cambiar las tornas sin necesidad de batallar. Un desgastamiento interno de la corona había acabado con el reinado del linaje de “los pacíficos”. Un nuevo mandatario más preparado que el príncipe y sin tanto riesgo a la traición debía coger el mando. ¿Sin tanto riesgo a la traición? Si un rey como el actual había sufrido una traición, difícil sería encontrar fidelidad máxima ante cualquier mandatario.

Tras esas palabras la reunión se agitó. Sorprendentemente, muchos apoyaron la idea. Pero ¿quién mandaría? El guardián debería haber intervenido, pero prefería esperar y observar. Enseguida la piedra que formaba la mesa se resquebrajó en dos, los que defendían esa postura y los que la tachaban de locura. Y cuando los bandos parecían claros decidió que era el momento de hablar.
-¿Vais a traicionar a un rey que se ha desvivido por vosotros y que os ha tratado como hermanos?-Preguntó con cierta molestia en medio de la agitación de los allí presentes.
-No hemos sido nosotros los que le hemos traicionado.-Respondió uno de los representantes-.En todo caso eso se lo debemos al envenenador. Nosotros solo miramos por la supervivencia del reino. Si nos mantenemos fieles a las leyes actuales los que acabaremos perdiendo somos nosotros. Algunos de los reinos vecinos están en crisis, no podemos permitirnos flaquear nosotros también, debemos coger las riendas cuanto antes.
-Debéis coger las riendas, sí. Pero solo uno puede dirigir a todos los caballeros que decidan cabalgar en pos de esta locura. ¿Quién será?
Hubo un silencio. Todos se miraron. Había dado con la pregunta clave que abría una nueva brecha en la mesa. Estaba ganando tiempo para el reino, pero perdiendo tiempo para su rey.
Comenzaron los insultos, los reproches, los gritos, las maldiciones, los juramentos, las amenazas...las miradas desfilaron como cuchillos que acabaron clavándose convertidas en palabras. No se llegó a un acuerdo. De momento comenzarían a movilizarse hacia la ciudad para sitiarla y apoyar al rey, aunque había posibilidades de que a mitad de camino organizaran alguna otra reunión improvisada para determinar si se dejaba morir al rey, acabando con su tío e instaurando un nuevo gobierno encabezado por alguno de ellos. El consenso no sería sencillo. Y no lo fue.

Cayó la noche. Habían comenzado el viaje bien temprano, aunque debido a la cantidad de soldados que llevaban no habían recorrido una gran distancia.  El fuego de las fogatas se había apagado, la brisa mecía la tela de las tiendas y el silencio se convertía en el único gobernante con derecho a imponer su orden. Pero hasta el silencio fue traicionado. Su gobierno duró poco, pues el sonido producido por uno de los tantos que viajaban con ellos lo destronó. Y después nuevos gobernantes comenzaron su mandato: la muerte y el miedo.
Su mirada de terror le hizo sentir vivo. Era lo que se merecía, lo que se habían buscado. Era un pequeño movimiento que desencadenaría un cambio, un poco más de sangre que brotaba sin aparente sentido y que conformaba ese río que purificaba la tierra que pisaban. Sangre sin derechos de gobierno que brotaba por un cuello con demasiada carne hasta derramarse sobre unas botas enormes bañadas en oro con una inscripción: “firmeza”. No mostró tanta firmeza cuando tuvo que enfrentarse a la muerte, cuando tuvo que mirarle a los ojos a él, vestigio del origen y la cura, del veneno para la plaga que se vertía una última vez por propia voluntad, necesitando para la próxima un impulso que pronto encontraría.

Y un nuevo grito azotó el campamento que despertó al guardián. No estaban siendo atacados ni asaltados, que es lo primero que se le pasó por la cabeza, se trataban de asesinatos aislados. Las conspiraciones para gobernar habían comenzado. Tiempo, valioso tiempo que sabía ganaría sembrando la semilla de la discordia. Todos salieron de sus tiendas alterados, buscando el origen de los gritos, los cadáveres de sus representantes, cada uno de un bando. Uno de ellos era el representante que estaba totalmente de acuerdo con el derrocamiento del actual gobierno, el gobernante de la última ciudad rebelde, el hombre que le había acompañado, ahora con la medalla de la frente metida en un ojo. Sus antepasados tuvieron la voluntad suficiente para enfrentarse a todo un reino y él la tuvo para retomar ese enfrentamiento ostentando el trono que según él les hubiese correspondido por la fuerza y, precisamente, la voluntad que demostraron. Pero la voluntad le había dejado literalmente ciego, o más bien tuerto. Aunque en realidad no importaba, su voluntad le llevó a la tumba.

El otro cadáver era, precisamente, de uno de los gobernantes que defendían que el rey enfermo debía ser protegido y encontrado su envenenador. Sus pies ya no pisaban con firmeza, sino que colgaban de la mesa en la que su cuerpo estaba tumbado. El dorado de sus botas perdían esplendor manchadas de rojo, pero ganaban en fiereza, le otorgaban un aura especial que ya no poseía su mirada. Mostró su firmeza en la reunión, pero con las palabras no aplastas a los traidores y te proteges de los demás conspiradores, desde luego. El tajo en el cuello del gobernante con el emblema de “firmeza” era mucho más profesional y limpio, mientras que el hacha en el cráneo del tuerto con voluntad denotaba una brutalidad de la que, por desgracia, incluso en el reino más pacífico, te acababas acostumbrando.

Y todavía quedaba descubrir lo más hilarante, el único gobernante ausente era otro de los partidarios en aplastar al monarca actual y todo su linaje ahora que se encontraban débiles. En apariencia él había realizado uno de los asesinatos, si no había perpetrado ambos; una decisión inteligente por su parte si no hubiese escapado, pues todo apuntaría a él sin crear una desconfianza firme entre el resto de los representantes. Pero, al apartar el medallón con la inscripción de “voluntad” del ojo convertido en una masa sanguinolenta y viscosa descubrieron en su cuenca una nota mal doblada, casi arrugada. Esa nota llamaba en armas al resto de hombres que le apoyaban. Según contaba el asesino en la carta, había acabado con uno de los gobernantes que apoyaban su idea, el gobernante de la última ciudad rebelde, porque sabía que daría problemas a la hora de negociar quién sería el más indicado para retomar el gobierno. Prometía, por su parte, no cometer un acto así de nuevo si se unían a él el resto. Estúpido, muy estúpido escribir una carta así. Como si eso asegurase que todo fuese a ir sobre ruedas si decidían seguir a alguien que era capaz de asesinar por el poder del reino y como si el resto de gobernantes les fuesen a dejar ir tan fácilmente. Sorprendentemente había más estúpidos entre el resto de gobernantes y ninguna nota en el otro cadáver. Lo cual parecía indicar que el asesino del gobernante que había jurado proteger al rey era otra persona, o bien un partidario de la abolición o de la restauración, consiguiendo sembrar la desconfianza necesaria para comenzar un conflicto justificado. Fuese como fuese ambos asesinatos daban alas a los dos bandos.

Cada gobernante aumento la vigilancia de su pellejo y el de los demás, nadie se fiaba de nadie. El único que no contaba con vigilancia era él, que tenía que encargarse de vigilar al príncipe. Al día siguiente comenzaron las primeras deserciones de ambos bandos. Puesto que el asesino había escapado con algunos de sus hombres, era de suponer que en los alrededores había vigías para evitar a los posibles enemigos y conducir a los aliados, aunque era peligroso fiarse incluso de los que en la reunión le habían apoyado, pues podía ser una trampa. Era una situación complicada para cualquier bando. En uno de los campamentos, ese mismo día, hubo un duelo entre dos gobernantes que acabó con la muerte de uno de los que defendían a la monarquía y la huída de su rival, que fue aniquilado a flechazos. Cayendo la noche hubo una pelea entre varios soldados que acabó con una veintena de muertes y la deserción de otro de los gobernantes. Veintitrés ciudades, veintitrés gobernantes y ya solo quedaban diez que mantenían la cordura y continuaban su viaje todo lo diplomáticamente que podían.

Pasó un día más, un día más en el que se podría haber esperado que el príncipe temblase como un conejo, pero nada de eso. Parecía asumir que todos acabarían matándose entre ellos, parecía no asustarle tanto la idea del desorden en cada campamento que montaban y los asesinatos entre la gente que les rodeaba como las consecuencias de todo esto. Una noche el guardián lo encontró de pie contemplando una fogata cuyo fuego, por la incompetencia del soldado encargado en encenderla, se había extendido hasta una tienda cercana.
-Lo veo. Somos nosotros y son ellos. Sois vosotros. Nuestro reino. Se extiende...
Varios hombres echaron un cubo de agua para apagarlo.
-Y siempre estará ahí.-volvió la mirada a la fogata encendida que había provocado ese pequeñísimo incendio en la tienda.
¿Estaba loco? ¿Qué le esperaba al reino con él sentado en el trono? ¿Se sentaría algún día en el trono?
Un nuevo cadáver esa noche y una nueva huída.


A la tarde siguiente ya solo quedaban cinco gobernantes. Tres que defendían a la monarquía y dos que habían manifestado su intención de sitiar la ciudad para aplastarla. Ese día habían pasado por alguna ciudad, descubriendo que sus habitantes ya habían sido llamados a las armas por ambos bandos. Todo se estaba movilizando demasiado rápido y había que posicionarse. Cuatro de los gobernantes se acercaron a su tienda esa misma tarde. Ya no tenía sentido seguir movilizándose hacía la capital con tan pocos efectivos y la posibilidad de entrar en una guerra.
-Disponéis de unos minutos para atendernos, supongo.-Espetó uno de los cuatro gobernantes, el de la hombrera con la inscripción de “fiereza”.
-Por supuesto, siempre hay tiempo para los fieles al rey.-Miró al único que no lo era-.Incluso para los que no lo son y están dispuestos a hablar.
-Barajé como una buena idea asegurar el reino sin riesgos, no empezar una maldita guerra entre todas las ciudades.-El hombre con el colgante de “perspicacia” se mostraba visiblemente molesto con el comentario del guardián, pero también con los últimos acontecimientos.
-No hay tiempo para discusiones, necesitamos saber si contamos con vuestro apoyo o volveréis a la capital para informar al tío del rey.-Había hablado el de los guantaletes en los que se podía leer “fidelidad”.
-Cuando habláis de mi apoyo os referís a mi espada, puedo suponer.-El mismo gobernante afirmó con la cabeza.
El guardián hizo una pausa y miró al príncipe.
-He de atender algunos asuntos lejos de aquí. Creía que mi presencia aquí iba a ser de más utilidad para evitar un conflicto, siento que no haya sido así.
-Pero ahora sí es de utilidad para acabar con el conflicto.-Aseguró el último gobernante que quedaba por hablar. A ese no le veía ningún emblema en la ropa o la cara que destacase como el del resto. Puede que lo tuviese guardado o fuese imperceptible a simple vista, qué importaba.
-¿Cuál es vuestro plan?
-Atacar la ciudad de cada gobernante que ha desertado. Que se queden sin refuerzos. Y si podemos pillar a alguno en su hogar mucho mejor.-El del emblema de “fiereza” hizo honor a su título.
De nuevo el guardián decidió pensar bien lo que debía responder.
-Me proporcionaréis un contingente y viajaré a la ciudad más cercana del lugar al que me dirijo, después cederé el mando a otro hombre, el condestable. Posiblemente le conozcáis.
-Si no fracasáis.-Señaló el perspicaz del colgante.
-Recemos para que no suceda tal cosa. De mí depende algo más que el derrocamiento de uno de los gobernantes.
-Bien. Y esperamos que vuestro amigo el condestable sea también efectivo en combate.
-Por mucho que pueda molestarme, os aseguro que puede llegar a ser incluso más fiero que cualquiera de los que estamos aquí. Sin querer quitaros honores.-Dijo en tono de broma al gobernante de la hombrera-.Os ayudará contra más ciudades y desertores. Supongo que también contaréis con el apoyo de otros gobernantes que han huido persiguiendo a los traidores.
-Contemos con ello.-Suspiró el gobernador perspicaz.

Era perfecto. Solo perdería tiempo invadiendo una pequeña ciudad que, con suerte, a penas contaría con resistencia y los recursos militares suficientes. Después pondría rumbo al lugar señalado por la ladrona con la esperanza de que todavía se encontrasen allí con ella. El condestable no podría resistirse a la idea de combatir en nombre de su rey, lo que le dejaría el camino despejado para viajar solo con el príncipe y posiblemente uno de los guardias del condestable al monasterio fronterizo, conseguir las bayas y volver a la capital sin incordios que le molestasen. Evitaría el conflicto durante el viaje y recorrería las distancias lo más rápido posible. Sabía que su rey aguantaría vivo el tiempo que hiciese falta, se curaría gracias a las bayas y recuperaría el control y la confianza del pueblo, restaurando el equilibrio y acabando con la crisis que les había azotado. Lo juraba como guardián de su rey y protector de ese reino.

Los hombres sobre los caballos se situaban tras él, preparados para seguir sus órdenes. Eran soldados del gobernante con la inscripción de “fidelidad”, creía que era lo más propio y veía improbable que el rey concediese títulos con ironía. Ese gobernante le inspiraba confianza, así que tomó la decisión de pedirle recomendación sobre sus mejores y más fieles hombres para que se encargaran de la protección del príncipe mientras asaltaban la ciudad. Ya podía no meter la pata y no estar ofreciendo en bandeja al príncipe a los hombres de ese gobernante. Al fin y al cabo no se le ocurría una idea mejor para poner a salvo a su alteza durante la invasión.

Antes de partir intercambió miradas con el quinto gobernante y único que no se había presentado en su tienda. Era uno de los que se había ofrecido para sitiar la ciudad con el fin de acabar con el actual mandatario y no de defender al rey, y en cambio era ese gobernador quien no se fiaba de él, según le habían dicho los otros cuatro. Salió del campamento con sus jinetes rumbo al este. Cerca de donde se encontraba la guarida de la ladrona llegarían a una ciudad gobernada por uno de los traidores, ese era su objetivo.
Antes de ser guardián había lidiado con situaciones difíciles, matado a gente y mantenido el orden a la fuerza, pero jamás se había visto en una igual, el asalto de una ciudad con inocentes para presionar a  su gobernante y dejarlo sin refuerzo alguno con el que contar para una posible reconquista.

No se sentía bien, pero tampoco se encontraba incomodo en esa situación. Era extraño saber lo que estaba a punto de hacer y lo bien que le hacía sentir su posición frente a hombres que ni siquiera eran suyos a punto de entrar en combate para proteger el reino, ejerciendo su función de guardián. ¿En qué lugar le dejaba eso? ¿Acaso importaba?  Haría su trabajo, aplicaría su justicia y evitaría la caída de un linaje que había obrado siempre justamente. Unos civiles pagarían la insensatez de un traidor. Una historia ya muy antigua que puede encontrarse en muchos relatos. Y así sería siempre, la gente que nada tiene que ver con los conflictos acabará pagando con su sangre. Y a él, esta vez, le tocaba derramar esa sangre.

Guardián. Una palabra cargada de fuerza, un cargo cargado de responsabilidad. Un título inspirador de confianza, un nombre que daba seguridad. Llevado por un hombre que participaría en una matanza. ¿Guardián de qué? De un rey, esa es la primera respuesta que saltaba a su cabeza. De todo un linaje, si se pensaba con detenimiento. De todo un reino si se era justo. ¿Qué pensarían los que les veían llegar cabalgando sus caballos, gritando por la euforia, comandados por ese guardián, ese protector, ese escudo que arremetía con bravura contra sus puertas? ¿No eran ellos parte de ese reino? ¿Fieles a ese linaje? ¿Humildes servidores de su rey? Lo eran. Habían sido justos respondiendo con su trabajo y sus escasos impuestos a la bondad de su rey, y justo era protegerlos de cualquier mal. Pero ¿quién les defendería de su defensor? ¿Qué hacer cuando la justicia utiliza su balanza como soporte para nuestras cabezas? ¿Qué hacer cuando esa mujer ciega ha de mirar a dos sitios a la vez? Que ha de decidir qué lugar le interesa más mirar, pues si intenta abarcar con su frágil cuello todas las perspectivas acabará rompiéndoselo, y si eso sucediera moriría sin poder mirar ya a ningún sitio.

Y ahí se colocó la enorme mujer con una venda en los ojos, dando la espalda al portón de la ciudad, mirando a los jinetes que estaban a punto de irrumpir en ella, mirando al guardián. La vio, por un momento vio a través de los vendajes, por un solo instante le vio los ojos. No estaba ciega, alguien le había puesto una venda, pero no estaba ciega. Y en ese momento le miraba solo a él, como si en él pudiese hallarse la respuesta de la justicia, la que todos buscaban para sí. Posiblemente eso es lo que todos viesen, a una dama que les miraba diciéndoles “tú tienes la verdad, la única justicia que debe impartirse”. Por desgracia algunos decidían violar a la bella, aunque dura dama, cuando se ponía en sus caminos.
Y aunque la mirase con sinceridad, buscando lo que quería decirle con sus ocultos ojos, no podía aguantarle la mirada. Era el guardián, el guardián de todo y el guardián de nada más que de su propio interés. Y entonces la justicia dejó de mirarle, pero sin apartar los ojos de él, ni siquiera la cabeza. Fue extraño, pero ya no sentía que le mirase a él. En cambio ahora la mirada le tranquilizaba más. La justicia sonrió y se esfumó. Cuando volvió en sí mismo vio lo cerca que estaban de irrumpir ya.
No siguieron ningún procedimiento, como bárbaros penetraron sin nadie que se les opusiese. Solo los gritos, los llantos y el miedo, pero no eran opositores suficientes para que se detuviesen. El guardián sintió algo que le quemaba el pecho, posiblemente lo que cualquiera de sus jinetes sentía al entrar en batalla. No...no era la exaltación propia de un acto como ese, era algo más. Sintió un deleite impropio que se combinó con el horror que contemplaba. La justicia se había ido antes de comenzar, cierto. Pero él seguía ahí, y ahí seguiría hasta el final. Hasta el final de todo.

Sin bajarse del caballo perforó pechos de hombres que no lo sacaron en un intento de alardear ante un peligro real, atravesó gargantas de mujeres que se desgañitaban al ver morir a sus hijos, arrolló a niños que corrían buscando a sus madres, decapitó a personas que muy posiblemente no habían hecho nada más que trabajar para mantener su estómago lleno y su cabeza sobre los hombros. Se enfrentó a otros soldados que, en un intento de proteger la ciudad en ausencia de su gobernante, murieron aplastados por los caballos que ellos mismos mataban, o destrozados por las espadas a las que decidían hacer frente. No duró mucho, no para ellos. Posiblemente supusiese una eternidad para quienes seguían tendidos en el suelo, desmembrados y gimiendo de dolor.
Lo siguiente que tuvieron que hacer fue quemar el castillo. Sí que era atractivo el fuego. Se extendía con tanta facilidad...Se extendía sin remedio y sin malas intenciones, simplemente actuaba según su propia naturaleza. E igual que nos puede calentar las noches de intemperie más frías y nos ayuda a cocinar alimentos que de otra forma nuestro estómago no digeriría, puede arrasar con lo que más queremos, hacernos un daño atroz e incluso matarnos de la forma más horripilante. ¿Es injusto el fuego? No, solo es fuego. El príncipe lo sabía y por eso lo contemplaba. Disfrutaría con ese espectáculo que se contemplaría muy seguramente varias millas más allá de la ciudad. Mirándolo tal vez buscaba la respuesta, la justicia de la que todos nos adueñamos, pero que nadie encontramos. Tal vez solo esperaba a las cenizas para buscar lo que había más allá de esa justicia. Tal vez solo por que le atraían las luces y los colores que desprende. Tal vez porque el mundo que conocían se había cimentado con fuego y se desmoronaría fruto del mismo fuego. Un fuego que nadie, jamás, podrá apagar y al que todos deberán hacer frente, acostumbrándose a su envoltura y aceptando el dolor que esa noche nadie pudo evitar.
Era solo fuego, nada más. Y esa noche, un fuego que debía ser placido para ellos, resultó tortuoso. Por eso, para poder conciliar el sueño, apagar los gritos y borrar la sangre tuvo que repetirse una y otra vez la misma frase. Solo era fuego, nada más que fuego, fuego, fuego...fuego. 


La primera imagen pertenece al usuario de deviantart artastrophe http://artastrophe.deviantart.com/art/Hierophant-352762334

La segunda imagen pertenece al usuario de deviantart JakeMurray http://andreiaugrai.deviantart.com/art/Save-the-Villagers-342317653